No
me gustan las avispas, detesto las avispas, hago lo posible por no coincidir
con las avispas. Como consecuencia de su gran falta de confianza en ellas
mismas, son seres inconstantes cuando se acercan a un alimento, hacen
aproximaciones con gran timidez y si al fin consiguen ponerse sobre el resto de
comida que ha quedado en la mesa, se ufanan moviendo el abdomen, como su
hubiesen hecho una proeza. La avispa tiene de la mosca la vulgaridad, pero, a
diferencia de ella, es un animal que parece incompleto, pues así como la mosca
(y, sobre todo, el llamado moscardón) ha sido diseñado para la vulgaridad (su
color, su desagradable zumbido), se diría que en las avispas hay algo que nos
dice que podría haber aspirado a destinos más elevados. Quizá sea que el
amarillo y negro de su cuerpo nos recuerden a la abeja, así como la
característica picadura de ambas. Pero no hay nada más distinto a una abeja que
una avispa. El mundo de la avispa es, sin duda, por mucho que intente
disimularlo, el mismo de la mosca. Viven de lo que sobra, vuelan sin distinguir
entre la apetitosa mermelada y el revenido resto de pollo que hay en la basura;
aunque simulen distinción en su pelaje dorado, no tienen un vuelo elegante, son
animales de tierra; se encuentran a sus anchas en los humedales y entre la
comida en estado de descomposición, con abundante jugo, a cuyo sólo olor
pierden el sentido y serían capaces de dejarse matar. También como las moscas,
las avispas son difíciles de espantar. Las moscas, sobre todo los días de
calor, entienden perfectamente que molestan, si cuesta deshacerse de ellas, se
debe a que son tozudas como el asno, intentan por todos los medios colocar su
pequeña trompa en algún resquicio, en alguna sobra, y llevan su fealdad
absoluta con resignación de seres marginales. La tozudez de las avispas, sin
embargo, es de origen distinto, consecuencia de su pura ignorancia de bichos
con pretensiones; son solamente animales de carroña.
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