lunes, 21 de julio de 2014

En lo alto



Aquí en lo alto, contra el fondo de estas montañas, ¡qué difícil es pararse un momento a pensar! El pensamiento es como esa mosca que zumba entre los huecos del sueño tórrido de la siesta, sudor sobre sudor resbalando en la piel. El silencio, que yo mismo buscaba inicialmente, acaba por resultarme algo seco, sin modulaciones, sin curvas ni fisuras; no me refiero al silencio que, con su monótono aserrar descubren las cigarras o algún pájaro enloquecido que borbotea de pronto entre las hojas del níspero. Percibo un silencio de roca amarillenta, recalentada por siglos de ir bebiendo de este goteo de sol que pretende erosionarlo todo. Exactamente eso: un silencio secular, sobrehumano.
Ayer seguí el curso del barranco. Lo quise remontar para llegar hasta lo que de niños llamábamos "Manantial" o también "Nacimiento". Como nadie se ha ocupado de limpiar los montes y caminos, comprobé lo complicado que es reconocer las viejas sendas y me perdí constantemente. No tuve más posibilidad que ir bajando y subiendo mientras avanzaba para conseguir ganar un poco de perspectiva.
Atravesaba como entonces antiguos bancales de limoneros sin cultivar, secos hoy la mayoría de ellos, donde vi que habían crecido toda clase de hierbas y arbustos, enredaderas y zarzales de los que salía siempre lleno de arañazos. Las culebras y las enormes ratas tenían en estos lugares –y continúan teniendo- sus celebraciones íntimas. Una de estas últimas cruzó por delante de mí y se subió a la rama más baja de una higuera. Se me quedó mirando con toda confianza, como si me estuviese pidiendo cuentas o tuviese alguna amistad secreta conmigo.
A medida que avanzaba por el camino, también iba levantando pájaros, gorriones en este caso, aunque de tarde en tarde escuchaba un mirlo buscando compañía. En las rocas que bajan al barranco me detenía, porque desde allí se domina un amplio paisaje que arranca a la izquierda y llega hasta la cantera abandonada en el extremo contrario.
El monte que tenía delante, desnudo de pinos como consecuencia de algunos incendios, estaba prácticamente en sombra. Entre las aliagas que habían crecido por todas partes se veía la calva de grandes losas de piedra arenisca, como viejas damas extranjeras que estuvieran tumbadas de cara al cielo, rojizas y ensimismadas. No hay nada parecido a esta soledad positiva de estar alejado de cualquier contacto humano. Podría haber gritado como un loco y nadie me hubiese oído. Caminaba por senderos de cabra, me metía entre las cañas, me paraba debajo de un algarrobo y notaba en la boca el sabor dulzón y áspero de una algarroba partida que me recordaba enseguida a la infancia; olía la sombra que se iba haciendo más presente en los bancales y llegaba a lo alto de unos álamos secos. Levantaba la cabeza y notaba la respiración del suelo, el pensamiento milenario de los olivos cuando, por efecto de la poca brisa que venía a ratos, sus hojas reflejaban la última luz de la tarde. Era como si aquellos lugares secretos, visibles solamente para mí, más que objetos de contemplación, pudiesen, después de tantos años, reconocerme caminando entre ellos. Percibía que me agradecían la vida que les daba, sacándolos de su anonimato de objetos sin pasado ni memoria. Yo –que tengo visitados estos parajes cientos de veces- era entonces su pasado, su única posibilidad de existencia real. Comprendía perfectamente su angustia de seres sin alma. Pero a veces me molestaba demasiado su avidez, me agobiaba su deseo infantil de que no me apartase de ellos.
A ratos recuperaba, bajo los matorrales de lentisco y enredaderas, algún pedazo de camino que había quedado enterrado en el tiempo. Finalmente, un depósito al lado de unos almendros me condujo hasta el Nacimiento y comprobé la información que alguien me había dado en el caserío: no había agua por ningún sitio. O mejor dicho: el agua que hace años corría, muy transparente y fresca, por las estrechas acequias del monte, la habían conducido mediante tubos de plástico.
Cada verano que regreso a esta casa, de pie, en lo alto de la escalera, con las piernas abiertas y los brazos en jarra, miro a lo lejos, como si fuera un gran propietario de nada,  y veo la suave bruma bajo la cual se perfilan apenas las manchas de los montes. Aspiro ese vientecillo que sube del mar y que frente a mí mueve la languidez de los sauces del parque. Desde algún rincón interior, oscuro como el fondo de una cueva, reconozco el lugar, dibujo con los ojos, intensamente, el color gris de las peñas de las montañas, las omnipresentes ruinas del castillo allá arriba, la pequeña ermita que fue derribada por algún enajenado, el sendero que pasa a mis pies y concluye en la antigua fonda, las tapias blancas del cementerio que no existe. Percibo en esta postura mi cuerpo en toda su plenitud, asentado sobre la tierra que piso, como si yo estuviese en el centro del Universo.
Sin embargo, también sucede como si a la vez ese mismo centro del Universo se desplazase de acuerdo con su propio ritmo, como si estuviese bajando una escalera y me faltara tierra bajo los pies, aire. La anterior sensación de propiedad tiene, de pronto, un sentido inverso.
De lo único que puedo estar seguro en estos momentos es de que todo lo que me rodea está pendiente de mí, como si aguardase a que yo pudiera formar parte de él –de ELLO– definitivamente. Desaparezco evitando la compostura de los limoneros, sus botones amarillos a punto de caer al suelo.

1 comentario:

  1. Tan familiar me resulta el paisaje que describes, que creo haber estado en él. Me haces evocar paseos solitarios. Y qué poético ese limonero derramándose en el suelo. Besos

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