El primer lugar que dejaba atrás la
romería era, adosado a la ermita y rodeado de tapias pintadas de cal, el
antiguo cementerio cristiano. Este cementerio estaba ya abandonado y crecían en
su interior, por todas partes, la maleza y la desidia. Las lápidas se mezclaban
con zarzas y enredaderas; algunas de las tibias y cráneos sueltos, que se
habían salvado de sucesivos expolios, asomaban a veces con curiosidad entre las
hierbas por conocer lo que ocurría en el exterior. Pensando en el destino de
sus vecinos moriscos, sembrados sus restos por todas partes, se llegaba
fácilmente a la confirmación del poder igualatorio de la muerte.
Superado este primer paso, la
comitiva alcanzaba una casa, cuyas puertas y ventanas se encontraban
invariablemente cerradas. Su propietario
había muerto años atrás, por lo que en el edificio se presentaban ya
algunas muestras de ruina, unas cuantas tejas fuera de su sitio y un par de
contraventanas de madera arrancadas de sus jambas y herrajes.
El vecino que vivía en esa casa
había sido persona muy singular. Se trataba de alguien bastante mayor, un viudo
que pasaba con una pequeña pensión de ferroviario y lo que le sacaba al huerto
y a unos animales que tenía en una especie de cobertizo y sueltos por la casa.
A pesar de su edad, aún se daba buenas trazas para trepar montaña arriba. Se
dedicaba a la caza furtiva y conocía los mejores escondites para abatir todo lo
que se le pusiera a tiro. Eran sus víctimas perdices, conejos, pájaros que
cogía con liga en los manantiales, algún palomo que mataba para pasar el rato,
y hasta, según cuentan, un jabalí que mató en un barranco.
Como todo cazador, este hombre
tenía sus dos perros; el favorito era un perdiguero de Burgos, que le habían
dado de una camada a cambio de unos trabajos de albañilería realizados en un
pueblo. A este perro lo cuidaba y lo mimaba más que a su mujer, cuyos últimos
años de vida los había pasado postrada en una cama por culpa de una rotura de
cadera.
Sucede entre amos y perros, lo que
es también característica de las parejas en los matrimonios antiguos: poco a
poco los años vividos en común remodelan la fisiología de cada uno hasta
alcanzar una gran semejanza entre ellos. Así se explica que este hombre
poseyera un perfil alargado y enjuto, un par de buenas orejas y una mirada
nerviosa de desconfianza, con la que iba siempre olfateando el aire, como si
estuviese reñido con el mundo.
Este carácter violento se hablaba
con poca gente, iba a su aire y despreciaba las amistosas advertencias de la
guardia civil, que, aunque sabía de sus andanzas, hacía la vista gorda para no
buscarse problemas. Era muy conocido en toda la comarca por su agresividad e
incluso se decía si había estado en la cárcel por una pelea en la que dejó al
otro tuerto de un golpe con un bastón.
Frecuentemente estas personas
aisladas muestran comportamientos y contradicciones en su naturaleza que llaman
la atención de los médicos especialistas. También a este cazador furtivo se le
podría aplicar el cuento. Su conocido temperamento agrio tenía su equilibrio en
la que era su segunda vocación: la profunda amistad que, a lo largo de muchos
años, había dedicado a la figura de San Roque. No había nadie en todo el
caserío que demostrara mayor apego hacia el santo de Montpellier. Aunque era
público su anticlericalismo, el cura le tenía entregadas una copia de las
llaves de la ermita y se encargaba de echarle un vistazo y de barrerla de
cuando en cuando. En las fiestas del patrón era el primero en levantarse;
sacaba el mulo de la cuadra y llenaba las alforjas hasta arriba con toda clase
de flores que recogía del terreno y con todo tipo de hierbas olorosas.
Combinando unas con otras formaba coronas y guirnaldas que adornaban la placita
y las bóvedas y altares de la capilla.
Desgraciadamente, el afecto entre
el santo y el cazador furtivo se quebró para siempre por culpa de un
malentendido. Sería por marzo. De regreso de un paseo por esos caminos, al
saltar el perdiguero de una peña a otra, rodó monte abajo y se quedó muy
malherido. El dueño cargó al perro, que llegaba al caserío cantando ya las diez
de últimas. Tres días con sus tres noches le costó a la muerte llevárselo, en
los cuales no hubo minuto en que el anciano no hiciese viaje de ida y vuelta
desde el lecho del dolor hasta la puerta de la ermita. Allí, arrodillado y
asomándose al interior, se daba golpes continuos en la cabeza, pidiéndole al
santo que le salvase la vida al animal. Bien porque aquél fuera duro de oído,
bien porque estuviese rumiando otros asuntos personales, no hubo caso. El
perdiguero se fue, sin apenas quejarse, a buscar a su familia perdiguera en el
cielo de los chuchos, quizá con el sueño de ser también él algún día perro de
santo.
Sin embargo, este descuido del
patrono, achacable sobre todo a su avanzada edad, fue interpretado como un
desaire por quien había sido toda la vida para él como una madrecita. No hubo
arreglo posible y rompieron las amistades para siempre. De ahí que, el mismo
año en que sucedió esto, toda la feligresía se quedara sorprendida al
contemplar el estado desangelado en que estaba la plaza y el interior de la
ermita, cuyos accesos permanecían cerrados a cal y canto. No hubo nadie que no
comentara esta circunstancia, ni nadie que no mirase inmediatamente hacia la
casa del viejo cazador. Pero esta casa, que casi presentaba el aspecto actual,
estaba cerrada a cal y canto y no se oía siquiera el cacareo de una triste
gallina.
Se remedió como se pudo el desacato
para que el lugar estuviese presentable a la hora de la procesión cívica. No
había de cumplirse, sin embargo, el deseo de las autoridades y vecinos, y lo
que sucedió ha pasado a formar parte de las leyendas de este lugar.
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