Partida la jornada por la sagrada
hora de la siesta, de obligado cumplimiento para almas cándidas y tipos
enclenques como yo, a mitad de la tarde parecía que el día del santo volvía a
empezar. Las alegrías mañaneras daban paso
ahora a las solemnidades vespertinas, llenas de boato y seriedad. Como
caracoles después de un chaparrón asomaban por ventanas y puertas los vecinos,
para vigilar si todo se estaba preparando de acuerdo con las costumbres
populares. También aparecían por los caminos y por la bajada del lavadero, un
cada vez mayor aluvión de visitantes y parientes que venían a tomar posiciones
para los actos religiosos, como si se tratara de una corrida de toros.
El despertar de los músicos de la
banda, amodorrados unos sobre otros hasta ese momento, con sus nuevos ensayos y
sus conversaciones interrumpidas, avisaba del inicio próximo de la procesión. A
partir de las primeras notas, la gente
se encaminaba hacia la ermita entre un bullidero de voces, golpes de clarinete
y lamentos de flauta travesera. Subían entonces solemnemente los concejales, el
alcalde y el cura saludando a los vecinos con la mano. Detrás de ellos se
prolongaba unos metros una cola engalanada de cofrades y clavariesas. Llegados
todos a la placita, era tan grande la multitud –o tan pequeño el lugar de
reunión- que no cabía un hilo. Prácticamente ni siquiera había hueco allí para
el repiqueteo histérico de las campanitas, que empezaban a doblar sin detenerse
un segundo. De esa manera, quitándose la palabra, parecían querer contar a
todos los sucesos extraordinarios que habían visto y oído durante el pasado
invierno.
El santo patrón, bien porque
supiera lo que le esperaba allá afuera, bien porque ya se había hecho a la idea
de pasar el nuevo invierno entre soledades, se hacía el remolón todo lo que
podía. Tardaba en aparecer y nada más cruzar la puerta de la ermita, se detenía
un rato, tomando aliento. Finalmente, reumático y a disgusto, empezaba a
moverse, como si tuviese un súbito ataque de nervios, llevado por las andas de
un lado a otro. Desde luego, no podían faltar puntualmente a la fiesta los
petardos, que hacían competencia a las campanas. Dando contra el murallón de
las montañas, a cada explosión diríase que se iban a poner en pie todas las
civilizaciones del subsuelo. No era difícil imaginarse el susto del santo y el
dolor de cabeza que se le pondría con tanto ruido. Ya resultaba raro que con el
estampido de las continuas detonaciones, no se le hubiese formado alguna
astilla en el cráneo y hubiésemos tenido un disgusto.
Con el sol aún calentando de lo
lindo, se formaban las dos hileras de la romería y la banda de música comenzaba
sus conciertos. Allí se podía ver, cada uno arrastrando su cirio, a los vecinos
del caserío con sus trajes impecables. Afeitados y peinados ellos con elegancia
de artistas y ellas también con las mejores galas, su larga mantilla de encaje
y su tacón bien robusto, se movían ya los asistentes como una gusanera. No se
escapaba nunca del desfile todos los años alguna pareja que, a pesar del calor
que hacía, sacaba a relucir su profesión patriótica vistiendo el traje
regional, lo que formaba un simpático contraste con la corte devota del santo.
El mismo contraste, pero en sentido distinto, que formaba la presencia de
alguna doña Urraca, con ropas de riguroso luto y una tirita negra acompañando
las faldas. O la sorpresa de ver a algún conocido o conocida caminar a pie
desnudo por el suelo polvoriento, sin hablar con nadie y mirándose las puntas
de los dedos con un gesto fúnebre de enterrador.
Esta última exhibición pública de
fe reclamaba enseguida la atención de todos: la de los más pequeños, porque ya
sabíamos que el gesto era expresión de alguna promesa realizada, el motivo de
la cual se llevaba secretamente. Para los mayores, desde luego, asimismo era
objeto de todo tipo de especulaciones. Afortunadamente se contaba con la
presencia impagable de doña Consagración, más guapa que nunca ese día, con su
pañoleta y su cintura española. Doña Consagración con una mano llevaba el cirio
y con la otra repartía, como una cupletista del monte, las flores que le
sobraban al santo. También repartía sonrisas a diestro y siniestro y
especialmente satisfacía la curiosidad de quienes querían saber qué había
detrás de unos pies desnudos, en los rezos de un rosario o en la lectura
silenciosa de cierta oración.
Desgraciada muestra de que el ser
humano es imperfecto, es que no sólo en los asuntos temporales, sino que ni aun
en los espirituales es capaz de ponerse de acuerdo. No sólo el hecho de la
aparición del santo era anualmente origen de rivalidad entre los distintos
caseríos de la comarca, también entre los vecinos nacían algunos recelos y
frivolidades. Y aun sucedía lo que ya parece insólito: que la mismísima figura
del santo hubiera podido despertar la inquina de alguien. Ya se verá.
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