miércoles, 15 de octubre de 2014

Mudanzas, I











HE metido la llave en la puerta del patio y he subido a oscuras. En cuanto he entrado, he sacado apresuradamente la cámara fotográfica. He tomado unas fotos desde el balcón. Ninguna de ellas, sin embargo, es capaz de recoger el espíritu de este lugar. No sólo no tienen sonidos y olores, hay algo indefinible que la cámara no puede encerrar, las imágenes ofrecen muy poco realismo, carecen de tiempo y sucesión, no tienen perspectiva vital, les falta profundidad, les falta el tiempo que a mí me sobra.
Al atardecer hay como una niebla en el aire que se descubre sobre las dos largas hileras de farolas, cuya perspectiva acompaña la calle hasta que ésta se pierde a lo lejos. De noche la calle es otra. También habitar un tercer piso produce esta sensación de cercanía. Ya no me acordaba. Y la luz amarillenta que da un sentido de irrealidad a todo esto, como si me hubiese transportado, sin moverme, a una época distinta.
Los edificios han envejecido mucho, no sólo esta casa. Por la fachada de enfrente, de ladrillos que un día serían blancos, bajan churretones ya antiguos de suciedad, barro y abandono. Estas viviendas, al morir sus dueños, han quedado alquiladas a gentes de poca fortuna, inmigrantes hispanoamericanos sobre todo, que se ven aparecer y desaparecer de cuando en cuando o estar reunidos alrededor de una mesa para cenar.
El calor hace que las ventanas estén abiertas, que asomen gentes gruesas en calzoncillos, como para tomar aire, y después regresan a habitaciones mal iluminadas, con su inevitable televisor y su inevitable alfombra desgastada por los suelos.

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