HE
metido la llave en la puerta del patio y he subido a oscuras. En cuanto he
entrado, he sacado apresuradamente la cámara fotográfica. He tomado unas fotos
desde el balcón. Ninguna de ellas, sin embargo, es capaz de recoger el espíritu
de este lugar. No sólo no tienen sonidos y olores, hay algo indefinible que la
cámara no puede encerrar, las imágenes ofrecen muy poco realismo, carecen de
tiempo y sucesión, no tienen perspectiva vital, les falta profundidad, les
falta el tiempo que a mí me sobra.
Al
atardecer hay como una niebla en el aire que se descubre sobre las dos largas
hileras de farolas, cuya perspectiva acompaña la calle hasta que ésta se pierde
a lo lejos. De noche la calle es otra. También habitar un tercer piso produce
esta sensación de cercanía. Ya no me acordaba. Y la luz amarillenta que da un
sentido de irrealidad a todo esto, como si me hubiese transportado, sin
moverme, a una época distinta.
Los
edificios han envejecido mucho, no sólo esta casa. Por la fachada de enfrente,
de ladrillos que un día serían blancos, bajan churretones ya antiguos de
suciedad, barro y abandono. Estas viviendas, al morir sus dueños, han quedado
alquiladas a gentes de poca fortuna, inmigrantes hispanoamericanos sobre todo,
que se ven aparecer y desaparecer de cuando en cuando o estar reunidos
alrededor de una mesa para cenar.
El
calor hace que las ventanas estén abiertas, que asomen gentes gruesas en
calzoncillos, como para tomar aire, y después regresan a habitaciones mal
iluminadas, con su inevitable televisor y su inevitable alfombra desgastada por
los suelos.
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