lunes, 17 de noviembre de 2014

Claudio Rodríguez


















Ajeno

Largo se le hace el día a quien no ama
y él lo sabe. Y él oye ese tañido
corto y duro del cuerpo, su cascada
canción, siempre sonando a lejanía.
Cierra su puerta y queda bien cerrada;
sale y, por un momento, sus rodillas
se le van hacia el suelo. Pero el alba,
con peligrosa generosidad,
le refresca y le yergue. Está muy clara
su calle, y la pasea con pie oscuro,
y cojea en seguida porque anda
sólo con su fatiga. Y dice aire:
palabras muertas con su boca viva.
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.

viernes, 14 de noviembre de 2014

MUDANZA, VII







Es indudable que a estas alturas hay un tira y afloja entre la casa en sí y yo mismo, por ver quién puede más. También es indudable que por ello me siento a disgusto en esta casa. En realidad me siento un completo extraño; la casa está siempre por encima de mí, me atrae sólo para destruir seguramente esa parte de mí que ella no conoce, la parte de mí que ha crecido sin ella. Percibo que ella no lo soporta, siento por todas partes su agresividad y también, sin embargo, su temor a que la abandone otra vez. No me quiere transeúnte, desea verme aquí, de un lugar a otro, languideciendo en los sofás, contando una a una las palomas que se paran un momento en las palmeras, atrayéndome, desgastándome, incorporándome y reduciéndome a una insignificante parte de sus recuerdos.
Quizá debido a lo anterior, he empezado a vaciarla, para quitarle peso y autoridad. Haciendo equilibrios sobre una escalera, encaramado al altillo del trastero, levanto carpetas llenas de polvo y viejos libros de contabilidad de mi padre. Pero de pronto me paraliza la posibilidad de que este movimiento de sacar a la luz tantos objetos antiguos, anteriores a ella misma y exclusivamente de su propiedad, sea una treta de esta casa, un movimiento inducido por ella. Quizá es que intenta soliviantar también mi pasado y convertirlo en fantasías, en un archivo irrelevante de nombres.
El catálogo de lo que por allí arriba anda disperso es inacabable. Han quedado arrumbadas cañas de pescar que seguramente nunca pescaron nada, multitud de cajas con anzuelos y otras con sedal, fotografías de la ciudad en los años cuarenta y cincuenta, casi todos mis libros y cuadernos desde los siete u ocho años, un viejo calendario zaragozano, manuales de comercio, terribles historias de España protagonizadas por viriatos y caudillos y cientos de fragmentos de décadas y décadas que han quedado flotando en la marea del tiempo. Entre todos estos restos asoma un cuaderno de unas cien páginas, cuyas cubiertas se forraron con dos capas de papel de seda marrón. Es un librito parecido en su morfología al de algunas noveluchas que se vendían en los años veinte y trata de describir los principios básicos de las relaciones sexuales.
El encuentro con este manual me ha resultado tremendamente tierno, como si fuese un amigo al que había perdido de vista hacía muchos años. Lo he abierto con cuidado, a fin de que no se soltaran las hojas cosidas, y he recorrido, a vuelo de pájaro, su contenido, que, como el punto de vista dominante es fisiológico, viene ilustrado con muchas láminas y fotografías. Entre estas ilustraciones asoma una quinceañera presentada de frente, sobre el fondo de una noble cortina, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, como si la estuviera fichando la policía o participase en un espectáculo de magia. También aparece por ahí un varoncito, tomado al sesgo, con un desmesurado aparato reproductor -una especie de carro de combate- y primeros planos de varios sexos femeninos, que resultan un poco desagradables por su semejanza con algún tipo de garrapata o de virus pernicioso.
Del altillo he sacado también una cocina, a petróleo, que nos llevábamos al caserío en verano, un quinqué y una antigua lámpara de recibidor, muy artística, con dragones y angelotes de bronce. Después ha amanecido por allí, envuelto en viejos papeles de periódico, el histórico brasero que nos trajimos de la anterior vivienda, aunque ya no lo utilizáramos más.
Despreocupado de lo que ocurra o no en la calle, esta mañana me he dedicado a limpiar minuciosamente los rincones de la cocina, con estropajos de última generación, cepillos comunes y productos altamente tóxicos. He metido la mano a ciegas en laberintos donde una persona en su sano juicio no la metería nunca, ni siquiera protegido por guantes de goma. De debajo de los fogones he extraído diversas muestras de alimentos, dos encendedores, un bolígrafo de propaganda y abundantes pedazos de vidrio de algún vaso roto. Con un desatascador de goma negra me he entretenido en aligerar el desagüe de las pilas, que estaba obstruido, y he sacado a la superficie un líquido maloliente que parecía provenir del mismo corazón de la casa. A continuación me he dedicado a la alacena y he retirado botellas vacías de licores, así como una de plástico, que contenía aún medio volumen de vinagre. Al levantar el hule de los estantes, me he encontrado con dos pequeñas cucarachas muertas.