martes, 11 de noviembre de 2014

MUDANZAS, VI



Es curioso que permanezca aún este olor antiguo en el aire, un olor que comienza en los años setenta, después de que por estas siete estancias han pasado un buen número de diversas gentes que no conozco, inquilinos de muy distinta procedencia y gustos y hasta de diferente origen nacional, sexo y etnia. Es curioso que en este momento yo pueda aislar perfectamente los viejos olores familiares y destacarlos de los advenedizos; que las habitaciones, en su conjunto, hayan podido conservar una especie de aliento que les imprime carácter, como si cada una mantuviese su nombre y apellido. ¡Cuántas chaquetas y camisas sudadas y zapatillas de deporte con sus correspondientes ambientadores con aromas de selva tropical o suave brisa marina! ¡Cuántas marcas distintas de espuma de afeitar barata, desodorante barato, agua de colonia barata! ¡Y cuántas cremas para todos los prodigiosos efectos concebibles y rancios sujetadores o imposibles braguitas, por no aludir directamente a concentrados perfumes, exóticos champús y barras de labios! Y, sin embargo, una y otra vez, al abrir las puertas de uno de estos armarios vacíos, detrás de un sutil velo de polvo, se diría que comienza a anunciarse, con el brillo de un residuo, ese viejo olor familiar. Ahora bien, me pregunto si ese viejo –y, por otra parte, intenso-, olor familiar es un olor real o, al contrario, es un olor fenomenológico, instalado cómodamente en alguna sección del cerebro, en alguna intersección neuronal donde perdura adherido como una marca indeleble.
Llegado a este punto, soy consciente de que sólo yo en este edificio, debido a mi estado emocionalmente olfativo, puedo alcanzar una serie de incitaciones de orden superior para el que apenas pueden encontrarse calificaciones, pues en su naturaleza misma está la ausencia de toda calificación o circunstancia externa. Es éste un olor que no está compuesto ya, como el anterior, por sucesivos estratos de casi imperceptibles olores. No es ya tampoco un olor mental o conceptual, debido a una suma dispersa de recuerdos o sensaciones físicas. Es algo que está más allá de lo físico y lo conceptual, parece completamente inaccesible y luminoso. Es el olor de la casa en sí, ese algo que quiere amanecer y, sin embargo, siempre se resiste, escapa y se resiste.
Todo este proceso me lleva a la conclusión de que la-casa-en-sí empieza a revelar su verdadera encarnadura sobre la piel pintoresca de la nueva y hortera decoración. Lo hace muy sutilmente, aunque, por supuesto, de nuevo solamente yo soy capaz de percibir sus silenciosos progresos.
Un síntoma inequívoco de este avance ocurre, por ejemplo, cuando haciendo la comida en la cocina de gas, lanzo el paño de secarse –o lo dejo descuidadamente al salir de la cocina- sobre la manija de la puerta. El paño cae al suelo, porque hace tiempo que la manija ha desaparecido y en su lugar ahora hay una manija fantasmal.
También la casa se hace presente modificando mi propio lenguaje, como queriendo adueñarse de mí y anularme, al estilo de las grandes conquistas imperiales. Quizá su pretensión es que llegue un momento en que ella hable a través de mí. Percibo esa invasión cuando, de pronto, me doy cuenta de que empleo mentalmente expresiones que hace mucho que no usaba. Son expresiones familiares que seguramente han quedado en el aire, oscurecidas en algún rincón durante años, como cuerpos vacíos de insectos: a la manopla para la ducha la he llamado un trapo para ducharse; antes de ducharme, me pregunto, por ejemplo, si está encendido el calentador, o bien me pregunto si, después de ducharme, debo recoger el cuarto de baño. A la alacena de la cocina la llamo despensa. A los cubiertos los llamo exclusivamente tenedores y cuchillos, al fregadero lo llamo la pila, al mantel de la mesa, el tapete, y así sucesivamente.

2 comentarios:

  1. "... no se recuerda para curarse, se recuerda porque se cura.." (Lacan)

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  2. Desde la irrealidad, con una incalculable nostalgia sostenida. Cuando todo se me desdibuja.

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