Es
curioso que permanezca aún este olor antiguo en el aire, un olor que comienza
en los años setenta, después de que por estas siete estancias han pasado un
buen número de diversas gentes que no conozco, inquilinos de muy distinta
procedencia y gustos y hasta de diferente origen nacional, sexo y etnia. Es
curioso que en este momento yo pueda aislar perfectamente los viejos olores
familiares y destacarlos de los advenedizos; que las habitaciones, en su
conjunto, hayan podido conservar una especie de aliento que les imprime
carácter, como si cada una mantuviese su nombre y apellido. ¡Cuántas chaquetas
y camisas sudadas y zapatillas de deporte con sus correspondientes
ambientadores con aromas de selva tropical o suave brisa marina! ¡Cuántas
marcas distintas de espuma de afeitar barata, desodorante barato, agua de
colonia barata! ¡Y cuántas cremas para todos los prodigiosos efectos
concebibles y rancios sujetadores o imposibles braguitas, por no aludir
directamente a concentrados perfumes, exóticos champús y barras de labios! Y,
sin embargo, una y otra vez, al abrir las puertas de uno de estos armarios
vacíos, detrás de un sutil velo de polvo, se diría que comienza a anunciarse,
con el brillo de un residuo, ese viejo olor familiar. Ahora bien, me pregunto
si ese viejo –y, por otra parte, intenso-, olor familiar es un olor real o, al
contrario, es un olor fenomenológico, instalado cómodamente en alguna sección
del cerebro, en alguna intersección neuronal donde perdura adherido como una
marca indeleble.
Llegado
a este punto, soy consciente de que sólo yo en este edificio, debido a mi
estado emocionalmente olfativo, puedo alcanzar una serie de incitaciones de
orden superior para el que apenas pueden encontrarse calificaciones, pues en su
naturaleza misma está la ausencia de toda calificación o circunstancia externa.
Es éste un olor que no está compuesto ya, como el anterior, por sucesivos
estratos de casi imperceptibles olores. No es ya tampoco un olor mental o
conceptual, debido a una suma dispersa de recuerdos o sensaciones físicas. Es
algo que está más allá de lo físico y lo conceptual, parece completamente
inaccesible y luminoso. Es el olor de la casa en sí, ese algo que quiere amanecer y, sin embargo, siempre se resiste, escapa
y se resiste.
Todo
este proceso me lleva a la conclusión de que la-casa-en-sí empieza a revelar su
verdadera encarnadura sobre la piel pintoresca de la nueva y hortera
decoración. Lo hace muy sutilmente, aunque, por supuesto, de nuevo solamente yo
soy capaz de percibir sus silenciosos progresos.
Un
síntoma inequívoco de este avance ocurre, por ejemplo, cuando haciendo la comida
en la cocina de gas, lanzo el paño de secarse –o lo dejo descuidadamente al
salir de la cocina- sobre la manija de la puerta. El paño cae al suelo, porque
hace tiempo que la manija ha desaparecido y en su lugar ahora hay una manija
fantasmal.
También
la casa se hace presente modificando mi propio lenguaje, como queriendo
adueñarse de mí y anularme, al estilo de las grandes conquistas imperiales.
Quizá su pretensión es que llegue un momento en que ella hable a través de mí.
Percibo esa invasión cuando, de pronto, me doy cuenta de que empleo mentalmente
expresiones que hace mucho que no usaba. Son expresiones familiares que
seguramente han quedado en el aire, oscurecidas en algún rincón durante años,
como cuerpos vacíos de insectos: a la manopla para la ducha la he llamado un trapo
para ducharse; antes de ducharme, me pregunto, por ejemplo, si está encendido el calentador, o bien me
pregunto si, después de ducharme, debo recoger
el cuarto de baño. A la alacena de la cocina la llamo despensa. A los cubiertos los llamo exclusivamente tenedores y cuchillos, al fregadero lo
llamo la pila, al mantel de la mesa, el tapete,
y así sucesivamente.
"... no se recuerda para curarse, se recuerda porque se cura.." (Lacan)
ResponderEliminarDesde la irrealidad, con una incalculable nostalgia sostenida. Cuando todo se me desdibuja.
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