Coincidiendo con el aire general
de los setenta, en el curso de mi aprendizaje sentimental yo me había decantado
finalmente por la marginalidad, y sentirse despreciado y apartado por todo lo
que representara la autoridad oficial era algo muy elegante. Así se entiende,
como he dicho, que yo considerara la
Universidad que tuve la suerte de vivir algo tremendamente elegante. Después de
años y años de sentirme alguien raro y único, encontré a otras personas que
también se sentían raros y únicos. Incluso comprobé con alegría que la bandera
de la rareza y la unicidad era también llevada con mucha soltura y orgullo por
algunos profesores que estaban convencidos de ser, en el terreno de las artes y
las letras, la punta de lanza vanguardista del anticlasicismo más rabioso.
La soledad académica en que se
hallaban estos profesores les daba un cierto aire encantador y los convertía en
un modelo positivo de comportamiento y elegancia. El sentimiento de
marginalidad que desprendían encontraba los brazos abiertos de unos estudiantes
a los que por edad les atraía esa deliciosa actitud de eternos niños malos.
Especialmente, en un momento en que ser malo y vanguardista y, sobre todo,
oficialmente despreciado por eso, era atentar contra alguna de las columnas,
más o menos imprecisas, que soportaban el Régimen.
Con estos antecedentes, no es de
extrañar que se cultivase literariamente el gusto por lo maldito y por lo
prohibido. Ello me dio la oportunidad de conocer a los poetas oscuros,
Mallarmé, Paul Celan y los Cantos de
Maldoror, las excentricidades del divino marqués, Poe y la novela gótica,
los surrealistas y los colorines de
Oscar Wilde, aunque de éste me atraía más su vida que su obra.
La vieja consigna rimbaudiana que
aconsejaba esforzarse por ser “absolutamente moderno” triunfaba también con mucha elegancia. Para mí el problema era que
el significado de aquellas palabras cada cual lo entendía a su modo y a veces
no había forma de aclararse.
Comprender la Modernidad requería
no poco esfuerzo. Nadie sabe los sufrimientos que toda una generación, al menos
una parte de ella, tuvo que afrontar para intentar descifrar las obras de Julia
Kristeva, Derrida, Foucault o Lacan. Como alumno a veces me preguntaba si no
bastaría, más que comprenderlas, con aprenderse algunas expresiones —genotexto, fenotexto, intertexto— y
utilizarlas aquí y allá, oscureciendo lo que pudiera explicarse de manera más
sencilla. En realidad, todo ello no era muy distinto de como me habían
explicado, siendo bachiller, la literatura: un conjunto de nombres aprendidos
de memoria y de conceptos que nunca estaban claros del todo.
Eso de la Modernidad, en fin,
estaba muy bien, aunque en muchas ocasiones hubiese deseado que aquellas
personas tuvieran propósitos un poco más humildes. Hubiese agradecido un poco
de orden y método, una continuidad, que alguien me explicase con cierto
detenimiento e interés algún fragmento de Juan Ruiz o un pasaje de una comedia
de Lope. Y si esto era pedir demasiado, al menos que me hubiesen facilitado,
como resumen de los ocho años de estudio, una lista, no muy exhaustiva ni
comentada, con la bibliografía de cada tema. Desgraciadamente, esto no fue así,
pues ni bibliografía ni relación de temas aparecieron por ningún lado. Al
contrario, en más de una ocasión me había tocado en suerte un profesor cuyos
métodos pedagógicos se basaban en dos principios fundamentales: la improvisación
constante y la dispersión. Esta última, la dispersión, también era, por cierto,
como el de modernidad, un concepto elegante y de múltiples aristas. Algún
sesudo lingüista se la arrimaba con gran interés y disertaba sobre ella,
dedicándole horas y horas, pues, leída de frente, podía ser usada como un
instrumento apropiado al conocimiento místico del mundo, pero al sesgo, la
dispersión representaba un modo de pasar por listo preparando muy poco las
clases, añadiendo parches, dejando lagunas de conocimiento que, en algún caso
señalado, eran verdaderos océanos de incompetencia o pereza y nulas ganas de
hacerse entender.
Alguna fotocopia de un poema, un fragmento
de un artículo o una oración devota al santo patrón, cualquier cosa que hubiese
encontrado por ahí eran valiosísimos hallazgos con los que el profesor disperso
levantaba verdaderos monumentos, simplemente para simular que se había
preparado la clase, al menos el tiempo necesario para encargar las fotocopias a
los conserjes de turno. Este tipo de profesor tenía en las aulas universitarias
su lugar de privilegio, no porque pudiera transmitir una sabiduría que no le
cupiese en el cuerpo, sino porque no había ningún control sobre su trabajo y
así vivía más feliz.
Ya se sabe que de todo se puede
sacar partido en tiempos de miseria.