lunes, 15 de diciembre de 2014

EN LA UNIVERSIDAD




    Coincidiendo con el aire general de los setenta, en el curso de mi aprendizaje sentimental yo me había decantado finalmente por la marginalidad, y sentirse despreciado y apartado por todo lo que representara la autoridad oficial era algo muy elegante. Así se entiende, como he dicho, que  yo considerara la Universidad que tuve la suerte de vivir algo tremendamente elegante. Después de años y años de sentirme alguien raro y único, encontré a otras personas que también se sentían raros y únicos. Incluso comprobé con alegría que la bandera de la rareza y la unicidad era también llevada con mucha soltura y orgullo por algunos profesores que estaban convencidos de ser, en el terreno de las artes y las letras, la punta de lanza vanguardista del anticlasicismo más rabioso.
    La soledad académica en que se hallaban estos profesores les daba un cierto aire encantador y los convertía en un modelo positivo de comportamiento y elegancia. El sentimiento de marginalidad que desprendían encontraba los brazos abiertos de unos estudiantes a los que por edad les atraía esa deliciosa actitud de eternos niños malos. Especialmente, en un momento en que ser malo y vanguardista y, sobre todo, oficialmente despreciado por eso, era atentar contra alguna de las columnas, más o menos imprecisas, que soportaban el Régimen.
    Con estos antecedentes, no es de extrañar que se cultivase literariamente el gusto por lo maldito y por lo prohibido. Ello me dio la oportunidad de conocer a los poetas oscuros, Mallarmé, Paul Celan y los Cantos de Maldoror, las excentricidades del divino marqués, Poe y la novela gótica, los surrealistas y los colorines de Oscar Wilde, aunque de éste me atraía más su vida que su obra.
    La vieja consigna rimbaudiana que aconsejaba esforzarse por ser “absolutamente moderno” triunfaba también con mucha elegancia. Para mí el problema era que el significado de aquellas palabras cada cual lo entendía a su modo y a veces no había forma de aclararse.
    Comprender la Modernidad requería no poco esfuerzo. Nadie sabe los sufrimientos que toda una generación, al menos una parte de ella, tuvo que afrontar para intentar descifrar las obras de Julia Kristeva, Derrida, Foucault o Lacan. Como alumno a veces me preguntaba si no bastaría, más que comprenderlas, con aprenderse algunas expresiones —genotexto, fenotexto, intertexto— y utilizarlas aquí y allá, oscureciendo lo que pudiera explicarse de manera más sencilla. En realidad, todo ello no era muy distinto de como me habían explicado, siendo bachiller, la literatura: un conjunto de nombres aprendidos de memoria y de conceptos que nunca estaban claros del todo.
    Eso de la Modernidad, en fin, estaba muy bien, aunque en muchas ocasiones hubiese deseado que aquellas personas tuvieran propósitos un poco más humildes. Hubiese agradecido un poco de orden y método, una continuidad, que alguien me explicase con cierto detenimiento e interés algún fragmento de Juan Ruiz o un pasaje de una comedia de Lope. Y si esto era pedir demasiado, al menos que me hubiesen facilitado, como resumen de los ocho años de estudio, una lista, no muy exhaustiva ni comentada, con la bibliografía de cada tema. Desgraciadamente, esto no fue así, pues ni bibliografía ni relación de temas aparecieron por ningún lado. Al contrario, en más de una ocasión me había tocado en suerte un profesor cuyos métodos pedagógicos se basaban en dos principios fundamentales: la improvisación constante y la dispersión. Esta última, la dispersión, también era, por cierto, como el de modernidad, un concepto elegante y de múltiples aristas. Algún sesudo lingüista se la arrimaba con gran interés y disertaba sobre ella, dedicándole horas y horas, pues, leída de frente, podía ser usada como un instrumento apropiado al conocimiento místico del mundo, pero al sesgo, la dispersión representaba un modo de pasar por listo preparando muy poco las clases, añadiendo parches, dejando lagunas de conocimiento que, en algún caso señalado, eran verdaderos océanos de incompetencia o pereza y nulas ganas de hacerse entender.
    Alguna fotocopia de un poema, un fragmento de un artículo o una oración devota al santo patrón, cualquier cosa que hubiese encontrado por ahí eran valiosísimos hallazgos con los que el profesor disperso levantaba verdaderos monumentos, simplemente para simular que se había preparado la clase, al menos el tiempo necesario para encargar las fotocopias a los conserjes de turno. Este tipo de profesor tenía en las aulas universitarias su lugar de privilegio, no porque pudiera transmitir una sabiduría que no le cupiese en el cuerpo, sino porque no había ningún control sobre su trabajo y así vivía más feliz.
    Ya se sabe que de todo se puede sacar partido en tiempos de miseria.

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