A la
luz del flexo vuelan dos o tres tipos distintos de insectos que me resultan totalmente desconocidos. Los hay realmente pequeños, tanto que al acercarse y
golpear la bombilla quedan instantáneamente muertos sobre la mesa. Otros, un
poco mayores, más que volar, van caminando todo el rato de un extremo al otro,
moviendo sin continencia todas sus patas y antenas, como intentando orientarse;
para salvar un obstáculo (por ejemplo, el lomo de un libro), prefieren dar un
corto y ridículo vuelo de gallinácea hasta que tocan tierra firme de nuevo.
Cuando ya han dado dos o tres vueltas sobre la tapa del libro, cesan en sus
enloquecidos desplazamientos y saltan bruscamente, desplegando sus alas, hacia
el centro de la luz, de la que salen aturdidos, aunque indemnes. Lo malo es
que, después de cada corto vuelo, al tropezar con algo, caen siempre patas
arriba, se mueven sin parar, como si pidiesen socorro, pero incapaces de darse
la vuelta. Entonces yo, con toda paciencia, tomo el extremo de un lápiz y lo
acerco al animal, quien al hallar tal asidero se agarra confiadamente y se gira
sobre sí mismo y comienza otra vez su disparatada carrera sin sentido. Así una
y mil veces. Me recuerdan a mí cuando me pongo a escribir un poema.