A mitad de agosto se celebraba
aquí arriba la festividad del santo, un señor de Montpellier, heredero de una gran fortuna,
que, como es frecuente en las vidas de santos, dejó sus riquezas a los pobres y
se dedicó a la curación de gentes apestadas. El toque de ternura lo da,
siguiendo los relatos de santos con animales, un perrillo faldero de nombre
desconocido, que le traía mendrugos de pan cuando finalmente el beato enfermero
se contagió de la peste. También se dice, según otras versiones, que el bueno
del perrillo, además de alimentar frugalmente al santo, tenía el gusto de
lamerle las heridas para sanárselas. Sin embargo, como compensación por tan
meritorio trabajo, el vulgo, según suele hacer, sólo lo ha recordado a través
de canciones manifiestamente crueles y radicalmente absurdas:
El perro de San Roque
No tiene rabo,
Porque un ladroncillo
Se lo ha robado.
El perro de San Roque
No tiene cola,
Porque se la ha comido
La caracola.
El carro de mi tía
No hay quién lo mueva,
Porque le han robado
Las cuatro ruedas.
La tradición es que el santo pase las
humedades y los rigores del invierno encerrado en esta fea ermita, sin otra
compañía que la que le proporciona su intemporal mascota. También decir que a
veces se ha colado algún que otro murciélago, perdido y holgazán a la hora de
retirarse, que no ha encontrado mejor acomodo.
Antes que ésta, había en el
mismo lugar una ermita de finales del siglo XIX, encaladas las paredes y
elegante en su simplicidad, con su espadaña y sus dos campanitas y su cubierta
de teja árabe. No sé por qué la echarían abajo. Para mí que el patrón del
pueblo estaría más a sus anchas en la antigua; la de hoy parece la entrada de
una estación de autobuses o de un centro comercial con muchos cines. He oído
que hubo un desacuerdo entre el arquitecto y el maestro de obras y que los
albañiles no sabían qué partido tomar. Finalmente hicieron lo que les apeteció,
según el presupuesto y su propio gusto, un monumento muy artístico y moderno.
También me han dicho que el arquitecto, al ver el resultado, se rasgó las
vestiduras y juró que nunca más pisaría aquellas tierras.
De este edificio se llevan al
santo unos días antes de la celebración, de caserío en caserío, como para
indemnizarlo por haberlo tenido dejado de la mano de Dios. En cada uno de los
caseríos le sale a buscar toda una corte de fieles y lo limpian y sacan brillo
al bastón de peregrino y a las barbas. Lo pasean por las calles a golpe de
campana y se le hacen reverencias y carantoñas sin fin, con la esperanza
seguramente de que sea su protector en exclusiva, a tiempo completo. La víspera
de la fiesta grande lo vuelven a subir para encerrarlo, sin ninguna ceremonia y
a escondidas, como si estuviesen avergonzados de lo que van a hacer. Del modo
más cruel, sin avisar, lo regresan a las profundidades de la ermita, que es
como decirle: ya te ha dado el aire un poco, no te vas a pasar la vida de
juerga, de plaza en plaza y de casa en casa; recuerda quién eres y de dónde
vienes. Pero al día siguiente, casi por sorpresa, lo vuelvan a recoger y lo
pasean en volandas por toda la carretera, riendo y saltando, como si el
encierro de la noche anterior hubiera sido cosa de una broma pesada que le
hacían.
Es tanto el ajetreo que lleva
el pobre santo en tan pocos días, que cuando lo dejan otra vez encerrado para
pasar el invierno, yo creo que, más que nada, lo agradece, de lo cansado que
está por la falta de costumbre.