viernes, 5 de septiembre de 2014

LA ROMERÍA.CUADRO DE COSTUMBRES. II




    El del santo patrón era para los niños uno de los días más esperados. Desde muy pronto el caserío se preparaba para la celebración; se colgaban de los balcones de algunas terrazas colchas de cama y banderas regionales; muy poco a poco iban llegando aquí arriba devotos de la festividad o simplemente curiosos y caminantes que habían oído hablar de ella. En la calle principal un vecino se encargaba tradicionalmente de llenar el suelo con ramas de lentisco, que, con el calor y al paso de las gentes, iba soltando un perfume muy característico de estas tierras.
     Aún no serían las nueve, cuando llegaban los puestos de juguetes y la señora con sus montoncitos de mazorcas de maíz, bien amarillo, para asar. Uno se quedaba mirando cómo las brasas requemaban el maíz. Cuando la señora consideraba que estaba suficientemente tostado, lo depositaba sobre el lecho de unas hojas con sal.  Dado su precio excesivo, estas mazorcas se compartían y se iban pasando, para que cada uno dejase allí clavada su dentadura y hasta parte de su nariz. Al propietario le asistía, desde luego, el derecho del último bocado y el lametón de la sal restante, como si fuera un caballo. Después la gracia consistía en enseñarse unos a otros los dientes, con sus restos quemados de maíz, me imagino que por competir en fealdad.
     También el puesto de juguetes tenía gran éxito. Subía un matrimonio con su hija, de unos quince o dieciséis años, una chica gruesa como su madre pero muy coqueta, que se aburría y pasaba la mañana toqueteándolo todo. La afición de los niños, en general, mostraba dos tendencias: las corazas y cascos romanos, con su plumero rojo y resto de complementos, o bien el correaje con pistola y sombrero de cow boy. El juguete estrella, el que gustaba a los dos bandos, era la pistola de agua. Ésta se presentaba en dos modelos únicos, pero ambos realizados con un plástico muy duro que había que apretar hasta quebrarse los dedos. Total, para que saliera un chorrito ridículo.
     Los juguetes eran los únicos que íbamos a ver hasta Navidad y, aunque parecieran otros, siempre eran los mismos todos los años.
   A media mañana subía la banda de música, todavía sin organizar y en grupos sueltos. Cada instrumentista tocaba a su aire, según le apetecía, para probar el instrumento o simplemente para pasar el rato. Se gastaban bromas entre ellos y hacían como que conversaban, lanzándose unos a otros notas discordantes o algún fragmento de una tonada popular. En contraste con el grupo, destacaba un señor bajito, bien provisto de bigote y gafas, muy elegante con su traje y su corbata. Llevaba una tuba y no se hablaba con nadie; parecía que no fuese del coro y que lo de subir todo el camino con la tuba a cuestas tuviera que ver más con una promesa que con una verdadera afición musical. Cuando todos los demás habían llegado a la plaza y buscaban una sombra donde descansar, yo lo veía prolongar aún más aquel via crucis. Sin abandonar ni un sólo instante el objeto de su penitencia, subía por la empinada cuesta del lavadero y no paraba hasta llegar a la fuente. Allí se refrescaba y el pañuelo de bolsillo, que le servía para secarse la cara y los cuatro pelos, se lo pasaba a su tuba después. Lo hacía con tanta devoción que en lugar de a la tuba se diría que cepillaba un elegante caballo zaíno.
     Un poco antes de la hora de comer, llegaba a la fuente una señora cargada con dos bolsas, de las que salían algunas fiambreras y refrescos. Al acabar, se iban los dos a juntarse con el resto, como si la señora le obligase a ser algo más sociable. Recuerdo que el hombre cojeaba bastante de una pierna y para equilibrar el peso del conjunto se cargaba la tuba del otro lado. Ello pudiera ser el auténtico motivo de su marginación. Quizá no hubiera podido superar una cierta vergüenza por la figura que componían su tuba y él detrás, dándole aire, subiendo y bajando por culpa de la cojera. Aquello de que el hombre estaba cumpliendo alguna antigua penitencia, lo escuché de alguien que lo diría bromeando. Cuando pude entender qué significaba la palabra penitencia, pensé, a mi manera, que por la penitencia que hacía, aquella persona habría realizado una maldad muy grande.
      En muchas personas de entonces había dejado su huella la poliomielitis.
   Se comprenderá que después de casi dos meses de no ver a nadie, la afluencia de caras desconocidas moviéndose entre las casas provocaba en los más pequeños un estado de excitación especial. Por una parte -y de golpe- se habían desquiciado todas las rutinas, que ya empezaban a ser motivo de más de un aburrimiento; por otra parte, porque entre aquel inestable bosque de personas, se complicaban las persecuciones y uno podía gritar sin que lo descubriesen.
     También era tradición que grupos de madres hubieran asentado desde antiguo – yo no sé si desde la época de Sacamantecas - la costumbre de salir en busca de sus hijos a la hora de las comidas. En esencia era siempre el mismo pelotón, con alguna variante anual, el que salía al camino con el solazo encima y secándose aún en los delantales. Todos los años decían lo mismo y chillaban de la misma manera y con idénticos gestos y palabras, que se iban dando saltos de cabra por aquellas peñas. En realidad, daba la impresión de que habían aceptado el papel de figurantas que se les había concedido en aquella obra, las manos formando bocina y la frase prolongada y solemne, como en un corifeo griego. Ahora bien, aunque pusieran cara de enfado y amenazaran con castigos, en el fondo también estaban felices de cumplir con su guioncito, que, dicho sea de paso, hacían estupendamente. En su homenaje diremos que el día del santo no hubiera sido lo mismo sin su colaboración.
     No era preciso que a nadie se le advirtiese de que había llegado la hora de las comidas. Entre el vientecillo general del día, sano para asmáticos y fumadores empedernidos, pasaba al asalto sin piedad un pegajoso vapor de pollo frito y arroces en ebullición, violentamente sustituido por una tormenta de olor a carne y embutido asados a la brasa. Estos olores, según la dirección que llevase el viento ese día, inundaban toda la comarca con su nubecilla azul, abriéndose paso entre trochas y barrancos. Esta era la comida que se preparaban los músicos. Como eran músicos (gente dada a la bohemia y a hacer las cosas a destiempo, según es sabido) comían tan tarde que aquellas fragancias venían a acompañar siempre la hora de la siesta en todo el caserío. Había tanto silencio entonces que hasta las mismas cigarras se callaban para escuchar atentamente el roer de los últimos huesecillos en la boca de los miembros de la banda.
     No sé si imaginar qué efecto producirían todas estas comilonas, de donde eran reinas la morcilla y la panceta, sobre los viejos restos humanos esparcidos en lo que fuera cementerio árabe, mirando a la Meca. Cada dieciséis de agosto los fragmentados esqueletos se removerían en sus cuevas oscuras y murmurarían sobre esos bárbaros que, además de expulsar a sus hijos de estas tierras, los torturaban siglos después de muertos. Alguno habría en aquellas humedades, con más genio que los demás, que se encomendaría al profeta Mahoma por ver de convocar en todo el valle una nueva guerra santa.                
   También es muy posible que, año tras año, llegado ese momento, se cruzarían miradas de complicidad unos con otros, sobre todo los más viejos, como diciéndose que todos los veranos aquel individuo tenía que dar la nota. Seguro que se había muerto joven y de alguna enfermedad nerviosa. Después de lo cual, se darían las espaldas entre sí, como matrimonios que comparten el lecho, y agarrándose aún a sus últimos recuerdos, cada cual haría oídos sordos a las fiestas e intentaría coger todavía el sueño eterno.

LA ROMERÍA. CUADRO DE COSTUMBRES. III







    Partida la jornada por la sagrada hora de la siesta, de obligado cumplimiento para almas cándidas y tipos enclenques como yo, a mitad de la tarde parecía que el día del santo volvía a empezar.  Las alegrías mañaneras daban paso ahora a las solemnidades vespertinas, llenas de boato y seriedad. Como caracoles después de un chaparrón asomaban por ventanas y puertas los vecinos, para vigilar si todo se estaba preparando de acuerdo con las costumbres populares. También aparecían por los caminos y por la bajada del lavadero, un cada vez mayor aluvión de visitantes y parientes que venían a tomar posiciones para los actos religiosos, como si se tratara de una corrida de toros.
    El despertar de los músicos de la banda, amodorrados unos sobre otros hasta ese momento, con sus nuevos ensayos y sus conversaciones interrumpidas, avisaba del inicio próximo de la procesión. A partir de las primeras notas,  la gente se encaminaba hacia la ermita entre un bullidero de voces, golpes de clarinete y lamentos de flauta travesera. Subían entonces solemnemente los concejales, el alcalde y el cura saludando a los vecinos con la mano. Detrás de ellos se prolongaba unos metros una cola engalanada de cofrades y clavariesas. Llegados todos a la placita, era tan grande la multitud –o tan pequeño el lugar de reunión- que no cabía un hilo. Prácticamente ni siquiera había hueco allí para el repiqueteo histérico de las campanitas, que empezaban a doblar sin detenerse un segundo. De esa manera, quitándose la palabra, parecían querer contar a todos los sucesos extraordinarios que habían visto y oído durante el pasado invierno.
    El santo patrón, bien porque supiera lo que le esperaba allá afuera, bien porque ya se había hecho a la idea de pasar el nuevo invierno entre soledades, se hacía el remolón todo lo que podía. Tardaba en aparecer y nada más cruzar la puerta de la ermita, se detenía un rato, tomando aliento. Finalmente, reumático y a disgusto, empezaba a moverse, como si tuviese un súbito ataque de nervios, llevado por las andas de un lado a otro. Desde luego, no podían faltar puntualmente a la fiesta los petardos, que hacían competencia a las campanas. Dando contra el murallón de las montañas, a cada explosión diríase que se iban a poner en pie todas las civilizaciones del subsuelo. No era difícil imaginarse el susto del santo y el dolor de cabeza que se le pondría con tanto ruido. Ya resultaba raro que con el estampido de las continuas detonaciones, no se le hubiese formado alguna astilla en el cráneo y hubiésemos tenido un disgusto.
Con el sol aún calentando de lo lindo, se formaban las dos hileras de la romería y la banda de música comenzaba sus conciertos. Allí se podía ver, cada uno arrastrando su cirio, a los vecinos del caserío con sus trajes impecables. Afeitados y peinados ellos con elegancia de artistas y ellas también con las mejores galas, su larga mantilla de encaje y su tacón bien robusto, se movían ya los asistentes como una gusanera. No se escapaba nunca del desfile todos los años alguna pareja que, a pesar del calor que hacía, sacaba a relucir su profesión patriótica vistiendo el traje regional, lo que formaba un simpático contraste con la corte devota del santo. El mismo contraste, pero en sentido distinto, que formaba la presencia de alguna doña Urraca, con ropas de riguroso luto y una tirita negra acompañando las faldas. O la sorpresa de ver a algún conocido o conocida caminar a pie desnudo por el suelo polvoriento, sin hablar con nadie y mirándose las puntas de los dedos con un gesto fúnebre de enterrador.
    Esta última exhibición pública de fe reclamaba enseguida la atención de todos: la de los más pequeños, porque ya sabíamos que el gesto era expresión de alguna promesa realizada, el motivo de la cual se llevaba secretamente. Para los mayores, desde luego, asimismo era objeto de todo tipo de especulaciones. Afortunadamente se contaba con la presencia impagable de doña Consagración, más guapa que nunca ese día, con su pañoleta y su cintura española. Doña Consagración con una mano llevaba el cirio y con la otra repartía, como una cupletista del monte, las flores que le sobraban al santo. También repartía sonrisas a diestro y siniestro y especialmente satisfacía la curiosidad de quienes querían saber qué había detrás de unos pies desnudos, en los rezos de un rosario o en la lectura silenciosa de cierta oración.
    Desgraciada muestra de que el ser humano es imperfecto, es que no sólo en los asuntos temporales, sino que ni aun en los espirituales es capaz de ponerse de acuerdo. No sólo el hecho de la aparición del santo era anualmente origen de rivalidad entre los distintos caseríos de la comarca, también entre los vecinos nacían algunos recelos y frivolidades. Y aun sucedía lo que ya parece insólito: que la mismísima figura del santo hubiera podido despertar la inquina de alguien. Ya se verá.