Arrancó la romería y al pasar junto
a la casa del misántropo sujeto, se detuvo para organizar las filas. Los dos
monaguillos sahumaban a conciencia la calle y se iba a mover otra vez la gente,
cuando asomó por la puerta de su casa el irascible personaje, hecho un
energúmeno. Llevaba en la mano la mejor de sus escopetas de caza y por el color
y aspecto de la cara parecía que le fuese a dar un síncope. No hubo ocasión de
hacer nada. Se echó el arma al hombro y antes de hacer fuego, gritó como un
loco:
-¡Tú me mataste a mi perro y yo te
mato ahora el tuyo!
Y con la lengua que todos le
conocían, escaldada en los fogones del Infierno, al tiempo que disparaba, aún
dijo:
-¡Muérete, San Roque! ¡Ya estamos
en paz!
Salieron todos corriendo y dejaron
solo al santo (en su inocencia pensaría que todo era cosa de fiesta), menos la
pareja de la guardia civil que, con confianza y tranquilidad, desarmaron y
detuvieron al cazador furtivo. El resultado de la aventura fue que, de la
descarga, el inocente perro se quedó para siempre cojo de una pata.
Como la cabeza de este hombre no
daba más de sí, vinieron unos parientes de Murcia a recogerlo, pero a los pocos
meses lo internaron en un asilo municipal y se quedaron con la casa del monte,
que dejaron cerrada.
Todos estos acontecimientos,
lógicamente, fueron muy discutidos y tuvieron su pequeño comentario en la
prensa local -más como curiosidad y broma que como otra cosa-, pero al año
siguiente ya se había olvidado la escandalera.
Desde entonces, que yo sepa, nada
destacable ha ocurrido en estas solemnidades. Cuando la procesión cívica
sobrepasaba la que fuera casa del anterior personaje, ya estaban las filas
perfectamente alineadas y se iba bajando por el camino del monte hasta llegar a
la capillita de la Virgen María. Allí los dos religiosos se saludaban y, por
escalafón, le tocaba al santo inclinarse ante la madre de Cristo. Después, muy
despacio, daban todos media vuelta y regresaba la procesión. Entre unas cosas y
otras del protocolo, se hacía ya la noche completa y, dado que no había aún luz
eléctrica, se veía venir desde lejos a las dos hileras de luces que formaban la
ceremonia. Con los farolillos a la cabeza y sin parar de moverse, aquella
comitiva nocturna, en la que sólo se oía el chisporroteo de los largos velones,
nos producía a los niños más terror que devoción al santo.
Para mí que el santo regresaba ya a
esas horas con mal color de cara, puede ser que por culpa del mareo que le
hubiese producido tanto movimiento. Algo contribuiría también el humazo de
incienso que el cura, seguramente también muy fatigado, le lanzaba con mala
intención cada dos por tres.
Llegada toda la comitiva a la
ermita, con un silencio reverencial, descargaban a San Roque de las andas y lo
arrimaban por fin a su capillita. Nada más dejarlo allí de pie, le parecía que
el perro no paraba un momento de dar vueltas, lo que acaso no era sino
consecuencia lógica de los vértigos que sufría el pobre hombre. Uno ya no va
teniendo edad para estos excesos, se diría, casi mejor retirarse; que mantener
la devoción de las gentes a tan tardías horas, parece más cosa de mártires que
de humildísimos santos.
Y, efectivamente, allí permanecía,
retirada durante todo un año, la figura del santo patrón San Roque, perdido en
sus rezos y en sus monólogos. El perro andaría siempre olfateando en los
rincones, aburrido de tanta eternidad, con la leve cojera que le quedase aún de
la aventura del loco aquel del cazador furtivo.