jueves, 6 de noviembre de 2014

MUDANZAS, V





 

TAMBIÉN me he convertido en El Señor de las Luces. Apenas empieza a atardecer, voy encendiendo todas las lámparas. Compruebo una vez más el descuido en que estaba la casa, pues no hay una sola lámpara a la que no le falte alguna bombilla o tenga alguna fundida. He buscado en los cajones donde habitualmente se guardaban las bombillas, pero no quedaban otras que unas pequeñas y de colores. El problema es complejo, porque cada lámpara tiene sus peculiares bombillas, con su forma distinta, su potencia y su ancho de rosca correspondiente. Se añade que hay que tener en cuenta el voltaje de cada bombilla en la combinación, porque no da buen resultado combinar bombillas de sesenta vatios con bombillas de cuarenta, por ejemplo. Cualquiera pensaría que estaba exagerando, por eso no se lo he dicho a nadie, pero ya he bajado tres veces a otras tantas tiendas de iluminación y, sin embargo, aún no he conseguido que cada lámpara tenga su número exacto de bombillas, todas con la misma forma e intensidad.
De esta manera me paso, escaleras arriba, escaleras abajo, la mitad del día. La otra mitad la empleo en intentar desprender toda la suciedad que, durante lustros, se ha ido depositando en las lámparas más grandes. Como estoy solo en la casa, descuelgo del techo alguna y me aplico a la labor de revivir los brillos y dorados. No he conseguido mucho, desde luego. La joya de la colección es una enorme, de bronce, muy historiada, llena de angelotes y verduras, que pasó la mitad de su vida entre las sombras del comedor de la casa anterior a ésta. Le he aplicado una capa densa de un producto que había por aquí, pero cuando se ha secado ha sido imposible arrancarlo del bronce y la lámpara se ha quedado donde estaba, más sucia que antes y con un aspecto un poco fantasmal y amenazante. Con la otra lámpara, una lámpara de araña, de evocación veneciana, tampoco he tenido mejor fortuna.  Mientras la descolgaba, veía caer a su alrededor una lluvia tan abundante de lágrimas y cadenetas de vidrio que más que lluvia era tormenta. Una vez en el suelo no quedaba de ella prácticamente sino el puro y vergonzoso esqueleto de sus brazos que se abrían desnudos al cielo raso como si estuviesen suplicando que los dejasen en paz.
Al llegar la noche, enciendo cuantas lámparas es posible encender, me da la impresión de que la luz tiene ese tono amarillento propio de las mesitas de los enfermos. Con una luz así pasaba yo las gripes, con una luz así hacía los deberes en el comedor, mientras la madre cosía. También es la misma luz de las farolas de la calle, tan alineadas que parecen señalar un destino.
Alguna vez me asomo en camiseta sport, por ver de integrarme rápidamente a este ambiente un poco novelesco.
Desgraciadamente no puedo quitarme de encima la vocación de sabueso que se ha despertado en mí. Es como si los sentidos se hubieran aletargado, a excepción del olfato, que prevalece sobre los demás de manera desconcertante. Esta supremacía inusual transforma toda la realidad en una pequeña realidad, doméstica y limitada, y si deseo lograr una percepción más amplia, lo que podíamos llamar la casa en sí, es preciso sobrepasarla disciplinadamente.
De acuerdo con la experiencia de estos días, todo comienza en el zaguán del edificio, un edificio del año 36. Es un olor metálico de gas que se estuviera concentrando en algún cuarto oscuro, detrás de alguna puerta donde están colocados, como silenciosos nichos, los contadores y los cubos y trapos de limpieza. Es un olor que reconozco claramente y que me lleva muy atrás en el tiempo, a los años de cartera y pantalón corto, en los que al notar ese olor, sentía una cierta impresión de peligro.
Al adentrarme en el zaguán y ya en el interior del ascensor, me sigue llegando el mismo olor de cuando el lugar de esta jaula lo ocupaba el hueco oscuro de la escalera y, aun antes, los restos de una portería, una caseta de madera pintada de marrón y barnizada muchas veces. Era un olor más bien fétido, descompuesto, como de cañerías viejas de plomo o de alguna acequia que pasase entre los ruinosos cimientos. Es un olor nocturno, que viene acompañado de respiraciones con algo de halitosis, sudor de cuerpos dormidos y alguna tos al regresar de madrugada, un olor mezclado al cansancio y al gusto amargo de los últimos cigarrillos.
Detrás de la puerta metálica de este ridículo ascensor, en el rellano de la escalera, suele aguardar un olor fuerte de comida, algo para familias numerosas, cosa rara porque enfrente sólo vive una mujer soltera que nunca está en casa. Resulta curioso que este tufillo sea, invariablemente, el mismo todos los días, repetido de año en año, aunque la vecina sea otra, como son otros ya casi todos los vecinos del edificio. Esta escurridiza presencia, pegajosa y sucia, es un toque muy galdosiano y realista, como de corrala y patio a la hora del mediodía, con sus garbanzos y su col y su patata deshecha de estar tanto rato hirviendo en el puchero.
A cuya presencia, diríase que comienza un segundo momento, cuando se abre la altísima y negruzca puerta de madera del piso. Entre los distintos afluentes que se remansan aquí, se destaca un olor preciso y conocido, exclusivo de esta casa, agazapado en ínfimos lugares. Es una esencia que le ha ido dando personalidad y la ha diferenciado de las otras casas en que he vivido. Se remueve fantasmalmente al abrir un armario, aunque esté vacío de ropa, en cajoneras y trasteros, en alacenas donde sólo permanecen, sobre plásticos grasientos, restos de suciedad y de la cal de las paredes.