viernes, 27 de noviembre de 2015

GUÍA PARA EL CONTROL DE CUCARACHAS, III

















 
 
ANOCHE finalmente sorprendí a una de las grandes. ¿Será esta la última que queda? Si no se tratara de lo que se trata, diría que resulta conmovedor volver a ver alguna después de un par de semanas. Me había acostumbrado a ellas y estoy convencido de que ellas también se habían ido acostumbrado a mi presencia de tirano y genocida.
La que descubrí era enorme, gigantesca, no creo que tuviera rival allá adentro, en los nidos, y estaba subiendo despacio por una pared. No acierto a comprender de dónde pudo haber salido dado su tamaño. Aparentemente subía con una cierta magnificencia, con un poco de boato y protocolo. Pero quizá lo que ocurría es que era tan mayor que ya no le resultaba sencillo andar escalando por las baldosas blancas. Quizá sus patas hubieran perdido la elasticidad y la adherencia que tuvieran en su época de cucaracha juvenil y, sin embargo, dada la situación de general mortaldad, los campos y las cunas arrasados, había decidido tomar sobre sí la carga de hacerse visible en representación de toda la especie para decir aquí estoy, aún quedamos.
No sé de dónde ha podido salir. Al dar la luz, se quedó quieta, no reaccionó, desde luego, como yo esperaba. Tampoco se movió ni siquiera cuando me acerqué para verla. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
Lo que inicialmente se me ocurrió fue irme a dormir y pensar que todo no era sino una fantasía. ¿Qué sucedería si yo ahora mismo me fuese a dormir y pensara que todo no es sino una fantasía? me dije. Pero enseguida se dio la vuelta muy lentamente, con esa pereza de los años y la sabiduría, y se enfrentó a mi mirada, oliéndome, palpando el aire con el par de antenas. Ese comportamiento me desconcertó porque ¿pretendía desafiarme o sólo reconocerme? ¿Lo hacía por curiosidad, para ver quién iba a ser el verdugo que iba a acabar con su vida? ¿Sospechaba que había llegado el momento que, indefectiblemente, había de llegar?
Por alguno de estos motivos o por otros distintos, el caso es que se quedó quieta.  Tengo la impresión - que nunca, desde luego, podré aclarar- de que no era la primera vez que veía a uno de mi especie. Es innegable que, debido a su avanzada edad, habría visto mucho, habría visto nacer y morir a varias generaciones con total indiferencia y sabiduría. Durante años en que nadie se preocupó de ellas, habrá vivido relajada y satisfecha, dejando pasar los amplios periodos de paz en cada nido. Hará memoria de su larga vida y aún le parecerá estar viendo aquellas primeras mañanas en que despertaba y ponía armónicamente en movimiento sus seis patas y paseaba marcialmente su figura capitana por las madrigueras y entresijos, desplegando democráticamente un saludo a cada cual, deseando salud y prosperidad a todo el mundo, pero diciéndose en el fondo más íntimo e inconfesable, como el cardenal Cisneros al señalar sin recato tierras y ejércitos sumisos, “estos son mis poderes”.  Asimismo reconocerá no haber podido apartar del pensamiento los posteriores periodos de crisis, consustancial a toda sociedad civilizada, en los cuales escasearía la comida y el recreo –exceptuando a la clase dirigente- y notaría secretamente en sus carnes un inusual escalofrío, a la vez que calculaba cómo continuar engañando al nido entero diciendo a unos y otros que la sensación de ruina era sólo pasajera. Que ya vendrían tiempos mejores, más alimento, menos privaciones, mayores libertades públicas, todo un feliz repertorio de ideas conducente a mantener el viejo status quo con la anuencia babosa de cientos y cientos de mentes despojadas de todo sentido crítico y mínimamente novedoso, un antídoto contra ideas arriesgadas, distracciones para los más jóvenes, falsas esperanzas para todos, panem et circenses.
Por otra parte, no hay que olvidar que también en alguno de sus diminutos dos cerebros se habrán ido acumulando al albur de los tiempos, como en el mío, imágenes de esta casa – imágenes táctiles, olfativas, pues son prácticamente ciegas- desde hace por lo menos dos años y medio o quizá tres. Pánico me da considerar lo que verían –olerían, tocarían- las generaciones anteriores, de las que este animal de hoy es solitario descendiente, final de raza. Por alguna recóndita abertura asomarían sus ojos multiformes y veladamente distinguirían la presencia fantasmal de mi madre trajinando todavía en la cocina, venir de la calle con aquella bolsa de nailon y asas grandes y redondas, de colores muy vistosos, llena de manjares para ellas. Escucharían el sonido del viejo transistor a pilas donde mi madre sintonizaba siempre la misma emisora a fin de oír las noticias y los programas deportivos.
Cuando llegamos a esta casa, ya habíamos comprado un buen televisor. Si algún antepasado de este curioso animal que he descubierto hoy, anduvo por aquí, no dudaría lo más mínimo en decirse pies para qué os quiero al escuchar los domingos de invierno por la tarde las escandalosas explosiones de los granos de maíz en la sartén y fuera de ella. Los domingos de invierno por la tarde la familia compartía, como si se tratara de un cáliz sagrado, un buen plato sopero de palomitas de maíz saladas y un buen programa de televisión, generalmente películas antiguas o concursos millonarios, todo en blanco y negro, desde luego. Adivino, sin embargo, la cautela con que se aproximaría de noche uno de estos nerviosos animales a una palomita de maíz perdida en su salto. Dejándose conducir por sus finísimas narices, es posible que después de días de no probar bocado, se vería inmediatamente seducido por la forma irregular del resto de comida, por sus partes de olor a aceite frito, por su muelle consistencia y sencilla digestión. Lo que no mata, engorda, sería la cobarde moraleja de aquel lejanísimo tatarabuelo de éste que, acuciado por la hambruna, se lanzaría a devorar inconscientemente el ruidoso proyectil, transformado después de haber pasado apenas unas horas (a veces, reconozcámoslo, un par de semanas) en manjar para boca de príncipes.