jueves, 9 de abril de 2015

MUDANZA LÍRICA VIII







A mitad de mes han empezado a caer las primeras tormentas. Me quedo más tiempo en casa porque la lluvia es un espectáculo que prefiero observar en la intimidad. La luz de las tardes se acorta inesperadamente y los rincones se quedan en sombra, una sombra meliflua y descarnada que invita al ocio y la contemplación.
Hago lo posible por evitar cruzarme con algún vecino y lo logro. Por una parte, no sabría si quien sube es vecino o simple transeúnte, porque me imagino que la mayor parte, si no todos, de los que conocía, simplemente se habrán muerto o vivirán con sus hijos e hijas o se habrán cambiado de domicilio; por otra parte, a los actuales vecinos les sucederá lo mismo que a mí o quizá, más precisamente, creerán que soy yo el transeúnte o un nuevo alquilado o realquilado. Esta posibilidad me resulta especialmente humillante, el ser considerado un menesteroso transeúnte, cuando, en verdad, debido a que yo estuve aquí primero y mucho antes que nadie, tengo que ser considerado, es decir, reconocido, como uno de los padres fundadores, al menos si se tiene en cuenta un periodo amplio de tiempo, no, desde luego, desde el momento concreto de la cimentación del edificio.
Como todas estas circunstancias me inquietan bastante, antes de salir paso unos minutos escuchando detrás de la puerta de la casa, aguardando el momento en que el silencio en la escalera sea completo, lo cual requiere que no suba ni baje nadie (no entiendo cómo pueden subir o bajar por una escalera tan estrecha y poco iluminada) o que, por supuesto, el ascensor no funcione. De hecho creo que no he coincidido con nadie en todo este mes que llevo aquí y aunque escucho subir y bajar el ascensor muchas veces, se diría que el edificio entero está abandonado.
                 Esta aprensión mía seguramente es responsable en parte de que no salga muchas veces a la calle. Pero si hace unas semanas, me sentía un pequeño explorador de lugares conocidos, actualmente empiezo a pensar que, al contrario, es esta casa la que se va apropiando de mí, como se ha apropiado de mis padres y de todo lo que ha pasado por estas habitaciones. Incluso tengo la certeza de que no sólo desea apropiarse de esa parte de mí que ha crecido sin ella, sino que pretende asimismo adueñarse de la parte de mí que creció hasta llegar a ella, de la cual aún se guarda, como de una antigua escenografía hecha pedazos, toda una serie de objetos sin brillo y con cuyas piezas, sin que esté yo para ordenarlas, es muy difícil hacerse una idea del conjunto.
    En el trastero empiezo en días sucesivos a deshacerme –por estricta justicia genealógica- de discos de zarzuela, albaranes, libretas de contabilidad donde se apuntaban minuciosamente, con una caligrafía barroca de la que mi padre estaba orgullosísimo, las cuentas de una empresa de limpieza o de una fábrica de lámparas.
  Recuerdo haber visto antes estos libros y recuerdo haber visto a mi padre escribiendo en ellos, y lo recuerdo porque era algo que practicaba con sumo detenimiento y entera satisfacción. Sentado a la mesa del comedor, contemplaba el papel un rato, como midiendo la distancia entre los dos y cogiendo la perspectiva apropiada; a continuación se diría que le quitaba el polvo con el dorso de la mano izquierda o bien que con ese gesto intentaba apartar, sacudiéndolos del papel, los impedimentos que se interponían entre sus ideas y dicho papel. Cuando lo había barrido lo suficiente, entraba en juego la mano derecha, conduciendo la pluma al combate. Ambos, pluma y mano, comenzaban un curioso descenso con movimiento giratorio en espiral –quizá intentando visualizar lo aún no escrito- hasta que se posaban al fin en la superficie para dibujar, más que escribir, la primera letra de una palabra. Esta misma letra por lo visto hacía de capitana de las demás, de manera que, una vez concebida, facilitaba el paso a las que formaban el resto de la palabra, que se deslizaba resbalando con toda solvencia. Lo lamento, pero todo esto tan artístico ha ido a las bolsas grises de basura. Es ley severa.
    Con los libros de contabilidad se han ido columnas y columnas de números y una especie de rezo que concluía con el clásico me llevo una (¿o era, simplemente, una?). Después le ha llegado el turno a los volúmenes de Matemáticas, Comercio y derivados, que han salido volando a su alrededor sin la más mínima vacilación ni otro límite que la pared que tiene a sus espaldas. Ha sido sencilla la purga de estos volúmenes desde que he descubierto que todos estaban forrados con el mismo tipo de plástico adhesivo de color azul. Me he quedado, sin embargo, como curiosidad histórica, con los diversos carnés de Falange (y de las J.O.N.S.) que estaban enterrados en carpetas y billeteros, mezclados con estampas de diversas vírgenes. También estaba por ahí naufragando la imagen de un beato, calvo y de aspecto funcionarial, que me ha sabido mal destruir, por si desde el Cielo me tomaba la filiación y me apuntaba en la columna del debe y el haber.
             En el estante más alto, al final de la escalera, dentro de dos cajas, he encontrado multitud de cosas que fueron mías. Las he clasificado en diversos apartados:
                        Viejos boletines de notas, con sus apuntes de gastos escolares (una libreta, dos lápices, un cuaderno de multiplicaciones). Decido conservarlos.
                       La cartilla del ejército, una insignia de infantería, unos galones de cabo, tres balas de fogueo y unas fotos vestido de militar. Irán a la basura.
                      Una reproducción (un poster) de una fotografía de David Hamilton, muy de moda en los setenta españoles. La reproducción es enorme, casi ocupaba toda una pared de mi antiguo dormitorio y no era vista con muy buenos ojos por el resto de la familia y alguna tía visitante.
                    Un poema amoroso y ridículo escrito en el reverso de una vieja factura de agua.
                    Una pipa muy usada y una caja vacía de tabaco.
                    Un feroz manifiesto literario.
                Unas fotos en los jardines del palacio de Versalles. Aparecen personas de dos en dos o formando grupos, pero no reconozco a nadie.
                    Dos pétalos secos de rosa en un sobre blanco.
                    Unos apuntes universitarios.
                  Pequeños objetos dispersos cuya procedencia no recuerdo: una cajetilla vacía de cigarrillos, una vieja tarjeta de visita y una invitación para una fiesta de Fin de Año, el resto de un llavero, una reproducción en blanco y negro del Castello di Donnafugata, un pañuelo doblado en forma de triángulo perfecto, dos entradas de cine, diversos fragmentos de un cirio negro, una caja de cerillas con la dirección de un bar y una insignia de EXPERTO en el uso del yoyó.
                    Una paloma moderadamente belicista, distintivo del Partido Socialista Popular.
                    Un dudoso estudio académico sobre Dialectología española. Este último contiene algunos poemas de Gabriel y Galán.
                    Una novelita de indios y vaqueros y otra de asuntos espaciales: El planeta perdido, de Félix Coplan.
                  Una obra de Alfred Kublin, La parte maldita.
                 Un volumen de ¿Qué hacer? de V.I. Lenin. Otro titulado Los principios elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker. Otro más, sin tapas, de Residencia en la tierra, publicado por Losada.
                 Un viejo carné del Partido. Una foto en el bar de la Facultad de Filosofía y Letras. La fotografía no es de gran calidad, está hecha deprisa; las figuras están tomadas por sorpresa. Así se explica que el personaje del primer plano, vestido de camarero, tenga los ojos cerrados y la mano junto al oído, como si le faltase algo -un transistor, por ejemplo-, aunque atendiendo a las miradas de la mayoría, se diría que el fotógrafo, que debe de estar situado a la izquierda del espectador, les reclama un segundo la atención. También se diría que reclama la atención de un señor con barbas una chica que lo mira, encantada de la vida. En general, predomina un ambiente de celebración. Al fondo, apoyado en una columna, hay alguien que se me parece, con la mano derecha recogida en un puño a la altura de la cabeza, con un gesto tímido, no se sabe si saludando o intentando ocultar la cara, quizá es que tiene frío .
           A diferencia de los demás, este gesto no expresa una especial alegría.
           La foto se hizo el 9 de abril de 1977.
           No era preciso que hubiese dado la vuelta para ver la anotación.
           Aquellos días los recuerdo aún con toda claridad.