PASAN los días y la casa, en lugar de
acostumbrarse a mí, me ha ido tratando con una cierta impertinencia.
No se puede decir, sin
embargo, que no me haya avisado. Ha habido advertencias que sólo un ciego no
vería. Por ejemplo, la única persiana de la salita que aún subía y bajaba, ha
caído de golpe, con lo cual, por un lado ya no tengo luz natural y, por otro, la
ropa debe ponerse a secar en uno de esos típicos tenderetes que dejan los
vecinos en sus balcones.
La segunda advertencia
ha sido que el calentador eléctrico del agua, que ya tenía más de treinta años,
ha dejado de funcionar, lo cual me lleva a ducharme con un complejo sistema de
cubos y palanganas, como se hacía en las casas allá por los sesenta.
Ha caído asimismo una
noche de viento una de las persianas que cuelgan en la parte exterior de las
ventanas de la cocina y he tenido que dar explicaciones a un par de vecinas.
Casi seguro que por muy poco no he tenido que dárselas a la familia de algún
gato de los cientos que deambulan indolentemente por los tejados del
restaurante de aquí abajo.
Finalmente, ha ocurrido
algo que es como para contarlo y no creérselo, algo que me parece, más que una
advertencia, una amenaza o un intento de agresión. Ha sucedido mientras comía a
mediodía, iluminado por la lámpara del techo, a la que, por supuesto, le
continúa faltando una bombilla.
El cuarto de baño, de
azulejos negros con un remate a media altura, tiene en la pared del fondo una
enorme ventana que está sujeta al marco de madera mediante unas cadenitas y un
pasador a cada lado. Ese ventanal da al patio interior del edificio -estrecho
como una garganta, por donde bajan los tubos del desagüe- y nunca se ha
abierto. Precisar que queda justo encima del retrete pudiera ser un detalle
poco elegante, si no fuera porque así se comprende mucho mejor el susto que me
dio a los postres el estruendo que vino repentinamente del cuarto de baño.
Me quedé quieto, con las
mandíbulas paralizadas en un bocado, y me fui acercando con muchísima
precaución al lugar de donde procedía el ruido, como si sospechase que alguna
vecina se hubiese tirado por el patio. De manera prodigiosa, el ventanal que
nadie abrió durante años y años había caído, con toda la pesada pieza de
cristal, a golpear en el retrete y hacerse mil pedazos que estaban esparcidos
hasta en algunas paredes. Por culpa de uno o algunos de los pedazos de cristal
el espejo del lavabo había pasado a mejor vida, organizando también su festival
particular de baratijas por todas partes.
De haber estado en ese
momento en el retrete, allí habría acabado todo, desde luego.
Pudiera haber sido uno
de esos accidentes domésticos que aparecen en un rincón de las secciones de
sucesos. Pero yo sé que es algo más.