Quizá a la vez que escribo esto sucede que ahí afuera la
vida sigue su curso municipal y espeso. O dicho de otra manera: ¿no podrá estar
sucediendo que no sea el edificio quien está deshabitado, sino que, por decirlo
así, el deshabitado sea yo? Que sea yo quien sin ser consciente de ello he ido
sufriendo una transformación gradual que me ha ido des-realizando y
des-componiendo hasta extremos inimaginables, de modo que me he ido
espiritualmente aislando y transfigurando, una limpia conciencia que vaga por
esta casa en una especie de limbo imperecedero y, en consecuencia, tontamente
inestable. Si todo esto es cierto, no hay tampoco ninguna duda de que al tiempo
que me veo perdido en este laberinto (en cuyo interior, no nos engañemos, Teseo
sería menos que un aficionado), todo acontece según era costumbre que
aconteciese días, horas, minutos y segundos antes de que hubiese abierto la
puerta de esta siniestra casa. Por ejemplo, es muy posible y casi seguro que
ahora mismo, aunque yo no lo escucho, está subiendo o bajando el ascensor, como
también entra dentro de lo posible que, aunque yo no le haya abierto la puerta,
el cartero habrá llamado en varias ocasiones al telefonillo de abajo con la
intención de que se la abriese, ignorando, obviamente, que en este piso no vive
nadie, pues no puede afirmarse que sea alguien la vaga conciencia en que, de
cumplirse mis conjeturas anteriores, me debo de haber convertido, sin haber
podido hacer lo más mínimo por evitarlo, ya que el simple gesto de haberme dado
cuenta un solo segundo de que el vaciamiento (al que, paradójicamente, también
podría haber denominado desbordamiento)
se estaba produciendo, lo hubiese detenido completamente.
Conocido
lo anterior, es fácil deducir si no el contento al menos la inmensa
incertidumbre que me produjo el molesto sonido del timbre de la puerta que vino
a colarse en mis reflexiones. No puedo decir si me sentí más anclado a este
mundo, pues saltando de idea en idea, ya no me atrevía a garantizar en qué
mundo me encontraba y, sin embargo, tenía la sensación de que el sonido del
timbre me hacía un ser más convencional y presentable.
En cuanto abrí la puerta, me di
cuenta de que se trataba de la vecina de enfrente. Es curioso que no me fijase
directamente en ella, sino que lo primero que pude percibir es que se trataba
de la vecina de enfrente (lo cual, de entrada, me resultó muy agradable), porque a sus espaldas había otra puerta abierta y se veía con claridad el
descansillo de otra casa. La luz que servía al descansillo de la vecina se
proyectaba afortunadamente sobre la escalera, pues debo decir que al no haber
acertado aún con el tipo de bombilla que convenía al rellano, aquella zona de
presentaciones estaba siempre a oscuras.
En esa oscuridad se perfiló enseguida la figura de mi vecina, que
resultó ser una mujer anciana y extrañamente alta y robusta. Como iba vestida
de negro, destacaba la palidez del rostro, que sobresalía del cuadro general, y
especialmente su mirada, turbia y desorientada. Con ella venía un perrillo
enredado entre sus pies, cuya cola golpeaba rítmicamente el suelo, produciendo
un sonido característico. “¿Tiene usted un perro en casa?”, fue lo primero que
dijo, y al contestarle yo negativamente, volvió a decir “¿No tiene usted un
perro en casa?”. Como yo le dijera de nuevo que no, incluso con cierta
contundencia (“…pues no, no”), la mujer dio la vuelta y se metió en su casa sin
decir ni una palabra más. Yo hice lo mismo, pero al entrar y quedarme de
espaldas a la puerta, me dije que algo no acababa de encajar en la situación
vivida. Pensé qué es lo que podía exactamente no encajar y llegué a la
conclusión de que no podía ser causa de mi extrañeza la absurda conversación
anterior (¿por qué habría de tener yo un perro en mi casa?), como el hecho de
que la vecina me había parecido la misma vecina que conocí desde el primer día
en que nos trasladamos a este piso. Ahora bien, cuando digo que me había
parecido la misma vecina, no quiero decir que me había parecido solamente la
misma, lo que no tendría nada de especial, sino que me había parecido la misma
en el mismo momento en que la conocí.
Estuve un rato pensando en esto. La
vecina podía ser una señora que físicamente se pareciera a mi vecina, sobre
todo teniendo en cuenta que el descansillo estaba apenas iluminado. También
podía ocurrir que la vecina fuese alguna pariente –mucho más joven, desde
luego- de mi vecina, quien al morir –ya haría bastantes años- le dejase en
herencia la vivienda de enfrente. Cualquier persona en su sano juicio hubiese
descartado por imposible según las normas de este mundo que la vecina que me
había visitado y me había obsequiado con tan absurda conversación, era mi
vecina. Pero cualquier persona en su sano juicio también se habría, al menos,
sorprendido de que a continuación (e interrumpiendo así mi reflexión anterior)
la vecina, es decir, la única vecina posible, hubiese llamado de nuevo al
timbre de la casa a fin de preguntarme algo más. Después de hacer callar al
perro, que esta segunda vez no paraba de ladrarme con esa cobardía típica de
los perros pequeños, quiso saber sin mayores preámbulos si yo era el hijo de la
señora Josefina: “¿Es usted el hijo de la señora Josefina?”. “No”, le volví a
contestar por seguir la tradición, aunque esta vez mintiéndole. Y por seguir la
tradición, la vecina dio media vuelta y se metió en su casa, si bien ahora el
perrillo, haciendo alarde de valentía pero sin asomar de las faldas de su
dueña, rompió con el protocolo e inundó la escalera con ladridos.
Cuando el perro hubo dejado de
ladrar, cerré la puerta, con el deseo de no ser molestado más pero sin saber
por qué le había contestado a aquella anciana que yo no era el hijo de la
señora Josefina, cuando en realidad yo sí soy el hijo de la señora Josefina.
Descarto completamente que al decirle que yo no era quien ella pensaba que era,
intentase quitármela de encima rápidamente, ya que la vecina ni era dada a la
oratoria ni parecía ser una persona muy sociable. Descarto también un súbito
ataque de timidez o aburrimiento, dado que al darle la respuesta contraria –y
verdadera-, se pudiera provocar una conversación mucho más extensa y salpicada
de referencias melancólicas al pasado. Creo que le dije que yo no era el hijo
de la señora Josefina, porque entonces no habría la menor duda de que ella me
vería a mí como yo la vería a ella y también pudiera darse la circunstancia de
que ella se hubiese preguntado también después de la primera de las dos
visitas, si yo era el mismo vecino a quien ella conoció, pero no sencillamente
el mismo, sino el mismo en el mismo momento en que me conoció.