miércoles, 29 de julio de 2015

UNA MUDANZA LÍRICA, XI (y fin de la primera parte)




Quizá a la vez que escribo esto sucede que ahí afuera la vida sigue su curso municipal y espeso. O dicho de otra manera: ¿no podrá estar sucediendo que no sea el edificio quien está deshabitado, sino que, por decirlo así, el deshabitado sea yo? Que sea yo quien sin ser consciente de ello he ido sufriendo una transformación gradual que me ha ido des-realizando y des-componiendo hasta extremos inimaginables, de modo que me he ido espiritualmente aislando y transfigurando, una limpia conciencia que vaga por esta casa en una especie de limbo imperecedero y, en consecuencia, tontamente inestable. Si todo esto es cierto, no hay tampoco ninguna duda de que al tiempo que me veo perdido en este laberinto (en cuyo interior, no nos engañemos, Teseo sería menos que un aficionado), todo acontece según era costumbre que aconteciese días, horas, minutos y segundos antes de que hubiese abierto la puerta de esta siniestra casa. Por ejemplo, es muy posible y casi seguro que ahora mismo, aunque yo no lo escucho, está subiendo o bajando el ascensor, como también entra dentro de lo posible que, aunque yo no le haya abierto la puerta, el cartero habrá llamado en varias ocasiones al telefonillo de abajo con la intención de que se la abriese, ignorando, obviamente, que en este piso no vive nadie, pues no puede afirmarse que sea alguien la vaga conciencia en que, de cumplirse mis conjeturas anteriores, me debo de haber convertido, sin haber podido hacer lo más mínimo por evitarlo, ya que el simple gesto de haberme dado cuenta un solo segundo de que el vaciamiento (al que, paradójicamente, también podría haber denominado desbordamiento) se estaba produciendo, lo hubiese detenido completamente.
          Conocido lo anterior, es fácil deducir si no el contento al menos la inmensa incertidumbre que me produjo el molesto sonido del timbre de la puerta que vino a colarse en mis reflexiones. No puedo decir si me sentí más anclado a este mundo, pues saltando de idea en idea, ya no me atrevía a garantizar en qué mundo me encontraba y, sin embargo, tenía la sensación de que el sonido del timbre me hacía un ser más convencional y presentable.
            En cuanto abrí la puerta, me di cuenta de que se trataba de la vecina de enfrente. Es curioso que no me fijase directamente en ella, sino que lo primero que pude percibir es que se trataba de la vecina de enfrente (lo cual, de entrada, me resultó muy agradable), porque a sus espaldas había otra puerta abierta y se veía con claridad el descansillo de otra casa. La luz que servía al descansillo de la vecina se proyectaba afortunadamente sobre la escalera, pues debo decir que al no haber acertado aún con el tipo de bombilla que convenía al rellano, aquella zona de presentaciones estaba siempre a oscuras.  En esa oscuridad se perfiló enseguida la figura de mi vecina, que resultó ser una mujer anciana y extrañamente alta y robusta. Como iba vestida de negro, destacaba la palidez del rostro, que sobresalía del cuadro general, y especialmente su mirada, turbia y desorientada. Con ella venía un perrillo enredado entre sus pies, cuya cola golpeaba rítmicamente el suelo, produciendo un sonido característico. “¿Tiene usted un perro en casa?”, fue lo primero que dijo, y al contestarle yo negativamente, volvió a decir “¿No tiene usted un perro en casa?”. Como yo le dijera de nuevo que no, incluso con cierta contundencia (“…pues no, no”), la mujer dio la vuelta y se metió en su casa sin decir ni una palabra más. Yo hice lo mismo, pero al entrar y quedarme de espaldas a la puerta, me dije que algo no acababa de encajar en la situación vivida. Pensé qué es lo que podía exactamente no encajar y llegué a la conclusión de que no podía ser causa de mi extrañeza la absurda conversación anterior (¿por qué habría de tener yo un perro en mi casa?), como el hecho de que la vecina me había parecido la misma vecina que conocí desde el primer día en que nos trasladamos a este piso. Ahora bien, cuando digo que me había parecido la misma vecina, no quiero decir que me había parecido solamente la misma, lo que no tendría nada de especial, sino que me había parecido la misma en el mismo momento en que la conocí.
            Estuve un rato pensando en esto. La vecina podía ser una señora que físicamente se pareciera a mi vecina, sobre todo teniendo en cuenta que el descansillo estaba apenas iluminado. También podía ocurrir que la vecina fuese alguna pariente –mucho más joven, desde luego- de mi vecina, quien al morir –ya haría bastantes años- le dejase en herencia la vivienda de enfrente. Cualquier persona en su sano juicio hubiese descartado por imposible según las normas de este mundo que la vecina que me había visitado y me había obsequiado con tan absurda conversación, era mi vecina. Pero cualquier persona en su sano juicio también se habría, al menos, sorprendido de que a continuación (e interrumpiendo así mi reflexión anterior) la vecina, es decir, la única vecina posible, hubiese llamado de nuevo al timbre de la casa a fin de preguntarme algo más. Después de hacer callar al perro, que esta segunda vez no paraba de ladrarme con esa cobardía típica de los perros pequeños, quiso saber sin mayores preámbulos si yo era el hijo de la señora Josefina: “¿Es usted el hijo de la señora Josefina?”. “No”, le volví a contestar por seguir la tradición, aunque esta vez mintiéndole. Y por seguir la tradición, la vecina dio media vuelta y se metió en su casa, si bien ahora el perrillo, haciendo alarde de valentía pero sin asomar de las faldas de su dueña, rompió con el protocolo e inundó la escalera con ladridos.
            Cuando el perro hubo dejado de ladrar, cerré la puerta, con el deseo de no ser molestado más pero sin saber por qué le había contestado a aquella anciana que yo no era el hijo de la señora Josefina, cuando en realidad yo sí soy el hijo de la señora Josefina. Descarto completamente que al decirle que yo no era quien ella pensaba que era, intentase quitármela de encima rápidamente, ya que la vecina ni era dada a la oratoria ni parecía ser una persona muy sociable. Descarto también un súbito ataque de timidez o aburrimiento, dado que al darle la respuesta contraria –y verdadera-, se pudiera provocar una conversación mucho más extensa y salpicada de referencias melancólicas al pasado. Creo que le dije que yo no era el hijo de la señora Josefina, porque entonces no habría la menor duda de que ella me vería a mí como yo la vería a ella y también pudiera darse la circunstancia de que ella se hubiese preguntado también después de la primera de las dos visitas, si yo era el mismo vecino a quien ella conoció, pero no sencillamente el mismo, sino el mismo en el mismo momento en que me conoció.