ANOCHE finalmente
sorprendí a una de las grandes. ¿Será esta la última que queda? Si no se
tratara de lo que se trata, diría que resulta conmovedor volver a ver alguna
después de un par de semanas. Me había acostumbrado a ellas y estoy convencido
de que ellas también se habían ido acostumbrado a mi presencia de tirano y
genocida.
La que descubrí era
enorme, gigantesca, no creo que tuviera rival allá adentro, en los nidos, y
estaba subiendo despacio por una pared. No acierto a comprender de dónde pudo
haber salido dado su tamaño. Aparentemente subía con una cierta magnificencia,
con un poco de boato y protocolo. Pero quizá lo que ocurría es que era tan
mayor que ya no le resultaba sencillo andar escalando por las baldosas blancas.
Quizá sus patas hubieran perdido la elasticidad y la adherencia que tuvieran en
su época de cucaracha juvenil y, sin embargo, dada la situación de general
mortaldad, los campos y las cunas arrasados, había decidido tomar sobre sí la
carga de hacerse visible en representación de toda la especie para decir aquí estoy,
aún quedamos.
No sé de dónde ha podido
salir. Al dar la luz, se quedó quieta, no reaccionó, desde luego, como yo
esperaba. Tampoco se movió ni siquiera cuando me acerqué para verla. Sus muchas
patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban
desamparadas ante los ojos.
Lo que inicialmente se
me ocurrió fue irme a dormir y pensar que todo no era sino una fantasía. ¿Qué sucedería si yo ahora mismo me fuese a
dormir y pensara que todo no es sino una fantasía? me dije. Pero enseguida
se dio la vuelta muy lentamente, con esa pereza de los años y la sabiduría, y
se enfrentó a mi mirada, oliéndome, palpando el aire con el par de antenas. Ese
comportamiento me desconcertó porque ¿pretendía desafiarme o sólo reconocerme?
¿Lo hacía por curiosidad, para ver quién iba a ser el verdugo que iba a acabar
con su vida? ¿Sospechaba que había llegado el momento que, indefectiblemente,
había de llegar?
Por alguno de estos
motivos o por otros distintos, el caso es que se quedó quieta. Tengo la impresión - que nunca, desde luego,
podré aclarar- de que no era la primera vez que veía a uno de mi especie. Es
innegable que, debido a su avanzada edad, habría visto mucho, habría visto
nacer y morir a varias generaciones con total indiferencia y sabiduría. Durante
años en que nadie se preocupó de ellas, habrá vivido relajada y satisfecha,
dejando pasar los amplios periodos de paz en cada nido. Hará memoria de su
larga vida y aún le parecerá estar viendo aquellas primeras mañanas en que
despertaba y ponía armónicamente en movimiento sus seis patas y paseaba
marcialmente su figura capitana por las madrigueras y entresijos, desplegando
democráticamente un saludo a cada cual, deseando salud y prosperidad a todo el
mundo, pero diciéndose en el fondo más íntimo e inconfesable, como el cardenal
Cisneros al señalar sin recato tierras y ejércitos sumisos, “estos son mis
poderes”. Asimismo reconocerá no haber
podido apartar del pensamiento los posteriores periodos de crisis,
consustancial a toda sociedad civilizada, en los cuales escasearía la comida y
el recreo –exceptuando a la clase dirigente- y notaría secretamente en sus
carnes un inusual escalofrío, a la vez que calculaba cómo continuar engañando
al nido entero diciendo a unos y otros que la sensación de ruina era sólo pasajera.
Que ya vendrían tiempos mejores, más alimento, menos privaciones, mayores
libertades públicas, todo un feliz repertorio de ideas conducente a mantener el
viejo status quo con la anuencia babosa de cientos y cientos de mentes
despojadas de todo sentido crítico y mínimamente novedoso, un antídoto contra
ideas arriesgadas, distracciones para los más jóvenes, falsas esperanzas para
todos, panem et circenses.
Por otra parte, no hay
que olvidar que también en alguno de sus diminutos dos cerebros se habrán ido
acumulando al albur de los tiempos, como en el mío, imágenes de esta casa –
imágenes táctiles, olfativas, pues son prácticamente ciegas- desde hace por lo
menos dos años y medio o quizá tres. Pánico me da considerar lo que verían
–olerían, tocarían- las generaciones anteriores, de las que este animal de hoy
es solitario descendiente, final de raza. Por alguna recóndita abertura
asomarían sus ojos multiformes y veladamente distinguirían la presencia
fantasmal de mi madre trajinando todavía en la cocina, venir de la calle con
aquella bolsa de nailon y asas grandes y redondas, de colores muy vistosos,
llena de manjares para ellas. Escucharían el sonido del viejo transistor a
pilas donde mi madre sintonizaba siempre la misma emisora a fin de oír las noticias
y los programas deportivos.
Cuando llegamos a esta
casa, ya habíamos comprado un buen televisor. Si algún antepasado de este
curioso animal que he descubierto hoy, anduvo por aquí, no dudaría lo más
mínimo en decirse pies para qué os quiero al escuchar los domingos de invierno
por la tarde las escandalosas explosiones de los granos de maíz en la sartén y
fuera de ella. Los domingos de invierno por la tarde la familia compartía, como
si se tratara de un cáliz sagrado, un buen plato sopero de palomitas de maíz
saladas y un buen programa de televisión, generalmente películas antiguas o
concursos millonarios, todo en blanco y negro, desde luego. Adivino, sin
embargo, la cautela con que se aproximaría de noche uno de estos nerviosos
animales a una palomita de maíz perdida en su salto. Dejándose conducir por sus
finísimas narices, es posible que después de días de no probar bocado, se vería
inmediatamente seducido por la forma irregular del resto de comida, por sus
partes de olor a aceite frito, por su muelle consistencia y sencilla digestión.
Lo que no mata, engorda, sería la
cobarde moraleja de aquel lejanísimo tatarabuelo de éste que, acuciado por la
hambruna, se lanzaría a devorar inconscientemente el ruidoso proyectil,
transformado después de haber pasado apenas unas horas (a veces,
reconozcámoslo, un par de semanas) en manjar para boca de príncipes.